sábado, 16 de junio de 2012

sigue asì

Me fui a vivir solo tratando de encontrar la forma de escribir una novela. La pensión quedaba a poco menos de doscientos metros de donde el río Tigre desemboca en el Luján, a mitad de una cuadra poblada por plátanos muy altos y gruesos que habían ondeado la vereda con sus raíces. Un portón doble de hierro forjado, viejo y un poco oxidado franqueaba la entrada. La edificación era de dos pisos recostada sobre una de las mitades del lote. Tenía dos piezas en la parte baja y tres en la alta con un baño en cada una de las plantas. Beatriz ocupaba una de las piezas de arriba, yo una de las de abajo que era más económica. La otra mitad del lote que en el pasado probablemente habría servido para guardar algún auto, era ahora un patio con piso de ladrillos techado por una parra gigante y decorado con latas de de tamaños diversos que servían de macetas para hortensias, calas y malvones. En el aire flotaba el olor a río.
Mudarme me alejó de Marcela pero también de los alumnos a quienes ayudaba con sus materias colegiales lo que produjo una merma en mis ingresos, me quedaban las correcciones; pero al poco tiempo, la misma empresa para la que corregía, me propuso una nueva tarea que consistía en leer los borradores que se proponían para ser publicados. La editorial se dedicaba a publicar a autores inéditos de temas, en su mayoría, esotéricos y de auto ayuda y me pagaba –no mucho-, por elaborar un resumen y un informe sobre cada borrador. Comencé de ese modo a tomar contacto con disciplinas tan extrañas como dispares, por un lado leía un tratado sobre astrología kármica y a la semana siguiente uno sobre cocina macrobiótica. Así y todo mi vida comenzó a poblarse de de escaseces, todo faltaba en mi pieza menos libros, papel y mi orgullo que me impedía volver por ayuda (en este caso la palabra “volver” significaba volver a la casa de mis padres en busca de algún tipo de socorro, por ejemplo, económico.) Los días en la pensión no necesitaban de mucho, cada actividad tenía su horario que era anunciado no por los relojes sino por los ritmos naturales. Después de levantarme temprano si había sol o más tarde si hacía frío y desayunar, trabajaba un poco en los resúmenes hasta que tenía hambre, luego almorzaba liviano, dormía un ratito la siesta, trabajaba otro poco y a al atardecer invariablemente nos juntábamos con los otros inquilinos a tomar unos mates en el patio. Así los vínculos con Beatriz comenzaron a estrecharse, en realidad era casi únicamente con ella con la que me interesaba hablar, el resto de mis vecinos eran una mujer mayor baja y uniformemente gorda, algo así como si debajo de la ropa llevara más y más y más ropa acumulada que se llamaba Nicolasa, que había tenido 6 hijos de los que se la pasaba hablando y nunca venían a visitarla y un hombre que se llamaba Roberto que era alto, muy flaco como aquejado de alguna enfermedad, desprolijo en su aspecto, decía que era pintor de autos pero nadie le daba trabajo.
La noche era el momento de escribir  para mí y en esto sí me auto imponía disciplina, pero inevitablemente, casi como si estuviesen condenados sin juicio previo todas mis páginas terminaban en la basura.
Pero una mañana algunas cosas cambiaron. Me desperté temprano y cuando levanté la persiana de mi ventana, ví pasar por el patio a Nicolasa junto a un hombre, morocho, bajo y gordo como ella, el hombre cargaba un bolso y una valija. Nicolasa me saludó con la mano, se le notaba en la cara un gesto de felicidad y de orgullo al mismo tiempo, algo así como: “vieron, mis hijos me querían”. Nunca más volví a verla. El mismo día, por la tarde, sólo Beatriz bajó a tomar mate al patio y por ella me enteré que Roberto también se había ido, un trueno y un fuerte viento interrumpió la conversación, levantamos la tertulia y regresamos a nuestras habitaciones. Decidí que escribir sobre a aquella situación, la partida de los vecinos, constituiría un buen ejercicio literario que acaso desembocara en algo interesante, coloqué unos papeles sobre mi mesa de trabajo y una sucesión de truenos me sobresaltó, miré por la ventana y vi como las primeras gotas –que siempre son pesadas-, bajaban las hojas de la parra como si fueran las teclas de un piano que no sonaba. Poco a poco el estrépito de una gran tormenta saturó el aire. No sé realmente por qué, ni de qué modo comencé a sentir angustia y fui invadido de un modo tal que se me hizo un vacío ruidoso en el estómago, la angustia dejó paso a una especie de miedo, a aquel que (se me ocurrió absurdamente como si eso pudiera saberse) deben sentir los que son sorprendidos por la muerte lejos de su casa. Me metí en la cama que estaba junto a una de las paredes y me refugié en ambas. A la madrugada Cesar Friedman, el dueño de la pensión, me despertó golpeando mi puerta como para tirarla abajo. Sobresaltado salté de la cama y me enterraré hasta las rodillas en el agua.
-Salga Mario- gritaba Friedman desde afuera, -está todo inundado.
Cuando abrí la puerta,  me topé con un frío punzante y con un bote desde el que Friedman me tendía una mano. Antes de subir, y medio aturdido, pude ver, por los primeros resplandores, que además del agua, el patio estaba colmado por camalotes, pero lo que la poca luz no delataba era que sobre las plantas, como un ejercito de colonizadores de un nuevo mundo sobre su flota, viajaban miles de serpientes.

miércoles, 6 de junio de 2012

Sigo trabajando, espero les guste.

Empecé a fumar a los trece años para impresionar a las chicas del liceo 9 de señoritas por el que pasábamos con los amigos a la salida del colegio, al mismo tiempo y un poco para lo mismo empecé a escribir. Pero poco a poco, escribir tornó en una obsesión que me mantenía ocupado y frustrado. Sentía dentro de mí una necesidad furiosa por componer un texto. Leía con voracidad tratando de encontrar la forma adecuada para contar mi historia, no sabía que lo que en realidad me faltaba era una historia.
Cuando terminé el secundario ingresé a la facultad de letras. Tardé dos años en descubrir que si lo que uno quiere es escribir, la facultad no es el lugar adecuado. Egresé convertido en un bohemio con el título de más o menos un cuarto de licenciado en letras, un título apto para corregir algunos textos y preparar alumnos del secundario que, por defecto propio del sistema odian la literatura con toda la razón del mundo. Nadie puede disfrutar a Góngora o a Quevedo o a Cervantes o al Martín Fierro a los 15 años. Entre las correcciones, algunos artículos, y las clases particulares juntaba la cantidad justa para un alquiler y la comida. Pero no todo era tan malo, los muchos textos -para mí inútiles- que pude componer cumplieron finalmente su objetivo inicial: gracias a ellos impresioné a Marcela se enamoró de mí. Nos conocimos antes de que yo dejara la facultad y saliera a recorrer cafetines literarios. Ella terminó la carrera, consiguió trabajo en dos colegios y nos fuimos a vivir juntos. Compartíamos los gastos, éramos para la época una pareja de vanguardia, en realidad ella lo era, yo simplemente era casi un indigente. Marcela era bajita, tenía una cara casi perfecta si no fuera porque su nariz era muy parecida a un pequeño ganchito, aún así la belleza de sus ojos y sus labios compensaba perfectamente el detalle, además su pelo era tan lacio y leve como el aire. Por suerte, algunas mujeres cuando son jóvenes todavía creen que un sapo puede convertirse en príncipe algún día. A Marcela el lirismo de pasar hambre y vivir a los saltos al lado de un escritor atormentado que no encontraba qué escribir le duró casi seis años. Finalmente todo lo dulcemente que pudo me propuso una elección que consistía por un lado en que fuera a trabajar en algo serio y rentable o por el otro que me apartara de su lado. Así, huyendo de un gran amor, pero persiguiendo el sueño de encontrar mi historia, terminé dejándole el departamento y alquilando la pieza en la pensión del Tigre

sábado, 2 de junio de 2012

deben releer esto porque cambiò mucho

Ir a vivir a esa pensión no fue un capricho, diría que fue una necesidad, o ambas cosas. Debo retroceder aún más en el tiempo para explicar esto.
Siendo yo muy chico, mi padre y mi madre trabajaban de sol a sol cinco días a la semana, y como aparentemente, según ellos, eso no alcanzaba, los sábados atendían la concesión de un restaurante en un club de barrio donde yo los acompañé hasta que un día pedí un cambio en la rutina. Mis tardes cambiaron, pasaron del club a la casa de mis abuelos que tenía un jardín grande y apto para mis carreras de autitos de juguete. Mi abuela era ama de casa, mi abuelo, bancario. Fui nieto único por lo que ambos me dispensaban toda su atención y cariño. En esos sábados existía una sola regla inquebrantable en la casa. Después de comer mi abuelo se encerraba en un pequeño cuartito que había en el fondo del jardín y no podía ser molestado por tres horas. No dormía la siesta, escribía. ¿Sobre qué? Una sola vez le pregunté eso a mi abuela. –De sus cosas, escribe, de sus cosas –respondió. Probablemente nadie en la familia supiera sobre lo que escribía mi abuelo, pero de lo que yo sí estaba seguro era de que a mí me lo ocultaban por algún motivo. Tuvieron que pasar muchos años muchos para que pudiera encontrarme con algunas de sus páginas.
Pero a las 5 en punto, todos los sábados, cuando salía de su encierro compartíamos un paseo, a veces a una plaza, a veces a una cancha de fútbol o simplemente a andar un rato en tren.
Tuve el mejor abuelo posible en el mundo, fuera de su vínculo conmigo tenía un trato educado, pero seco, severo y distante con todos las demás personas. Era muy alto, no gordo pero sí grandote, desde muy joven tenía todo el pelo blanco y lo usaba impecablemente peinado hacia atrás con gomina. Tenía la nariz grande y un poco torcida como si alguna vez algún golpe la hubiera desviado y una mirada severa y penetrante. Además parecía estar poseído por un espíritu independiente, junto a él se tenía la sensación permanente de que las cosas perdían su estructura, hoy puedo expresarlo con estas palabras, en aquel momento para mí esto se ponía de manifiesto cuando quebrantábamos, por ejemplo, el sempiterno ritual de tomar la leche que por la tarde, por un sándwich de chorizo en un puesto de la costanera. Yo tenía la impresión de que los demás le temían y él se divertía con eso, era capaz de intimidar a alguien tan sólo con el saludo, solía hacer esto con vecinas distraídas que durante nuestros paseos encontraba barriendo las veredas. Luego de hacerlas sobresaltar y suspirar con un enérgico “buenas tardes” se daba vuelta y me guiñaba el ojo. Hoy creo que mi abuelo no sobresaltaba a las vecinas por el mero hecho de asustarlas, ni siquiera lo hacía con todas indiscriminadamente, realizaba esto sólo con algunas.
Y aunque conmigo su relación era todo lo cálida y cercana que podía ser -creo que sólo yo podía con el carácter indómito de mi abuelo-, en el seno familiar su autoridad y sentido de la independencia se expresaba sin que nadie lo objetara. Por algún motivo que acaso tenga que ver tan sólo con el gusto, mi madre, desde muy joven decía que si algún día la vida le daba un hijo varón, se llamaría Esteban. Nací en un parto muy complicado un 26 de Diciembre, el día de San Estaban. Y si bien la vida de mi madre no corría peligro debió quedar internada muchos días y mi padre tuvo que permanecer junto a ella en el sanatorio. Mi abuelo la visitaba todos los días invariablemente y en uno de los breves momentos en los que mi madre despertaba de su gravedad le pidió que me anotara en el registro civil con el nombre de Esteban. La puerta cerrada del cuartito del fondo donde me abuelo escribía funcionó en mí como la puerta prohibida, la única de todas las puertas que no podían abrirse. Me llamo Mario, como mi abuelo y aún así nunca me contó sobre ni por qué escribía.      

miércoles, 30 de mayo de 2012

la cosa sigue asì,

Debe suprimirse la entrada anterior, despuès del episodio del cemementerio sigue lo siquiente.....
Lo que debo relatar ahora es un poco más complejo que el episodio de la exhumación y reducción de los restos de mi abuelo, debo contar cómo 20 años después volví a tomar contacto con “la serpiente”.
No voy a generar misterio inutilmente, dirè que antes de cumplir 30 terminé viviendo en una pensión en el Tigre y justo en la pieza contigua vivía una mujer que se llamaba Beatriz. Beatriz tenía 60 años, los cuarenta cigarrillos que se fumaba al día la habían consumido, arrugado y teñido su piel del color de las aceitunas, había venido de España a los 5 pero todavía hablaba con la zeta bien marcada. En su pieza, que era más grande que la mía y estaba dividida por una cortina, ejercìa su trabajo que consistìa en  atender a sus clientes a los que les leía el futuro en naipes o en unos caracoles que desparramaba en un círculo de collares de mostacillas. Ofrecìa ademàs hechizos y pòcimas para recomponer parejas o para formarlas. También curaba la pata de cabra, la culebrilla, y por supuesto, el ojeado.

lunes, 28 de mayo de 2012

Pasaron 20 años y para ser honesto debo confesar que aquel episodio, el de la exhumación y reducción de los restos de mi abuelo, había quedado abandonado sin etiquetar en algún rincón muy remoto de mi memoria, nunca le pregunté a mi madre si aquello que yo había visto era realmente la imagen de una serpiente enroscada en la cruz del ataúd de mi abuelo o solamente se trataba de un defecto de la pieza o de una decoración distinta, o acaso el resultado de un capricho natural que el paso del tiempo había hecho retorciendo el metal de una figura que alguna vez había sido la de cristo, o, lo más probable, sólo el producto de mi imaginación alimentada por mi estado anímico. No lo sé, no sé por qué nunca pregunté, sólo puedo decir que aquello quedó guardado en mí casi sin que yo supiera.
Para ese momento yo estaba por cumplir 30 años y como es natural muchas cosas habían cambiado, menos una, mi nombre: Mario Ubaldini. Ya no jugaba carreras con autitos de juguete, tampoco me había casado pero vivía con una mujer en una situación de las que se llamaban modernas, yo diría que más que moderna se trataba de un equilibrio impuesto por necesidad, quiero decir que vivíamos juntos con Marcela, no como imponía la tradición en la que el hombre de la casa con un trabajo y un ingreso sólido mantiene a su mujer, sino compartiendo los gastos; todos los gastos, hasta los del alquiler del departamento. No teníamos hijos. Y yo ya tenía algunas canas, muchas para alguien de mi edad.
Hasta los 23 años había estudiado ingeniería mecánica porque mi padre era mecànico y yo pensaba que iba a diseñar autos de fórmula uno, pero me llevó tres años descubrir que estudiar ingeniería mecánica nada tiene que ver con diseñar autos de fórmula uno. Así que un día en un sencillo y privado acto me otorgué a mí mismo el título de medio ingeniero (había aprobado casi la mitad de la carrera) y no fui más. Mis padres se disgustaron pero se disgustaron aún más cuando les dije que iba a probar en letras. En esos tiempos en los que se debía ser médico, abogado, o ingeniero, o bancario, decirles a mis padres que me gustaba escribir fue casi lo mismo que comunicarles que me iba a ser un indigente por el resto de mi vida. Esa vez tardè un poco menos en darme de un paralelismo entre las dos carreras, estudiar letras poco tiene que ver si lo que uno quiere es ser escritor. Asì que  me recibí de un cuarto de licenciado en letras. En realidad el tiempo que pasé en la facultad fue sólo una excusa para leer lo que me gustaba sin que nadie pudiera decirme que perdía todo el día leyendo en lugar de trabajar. El gusto por la lectura y por escribir me fue conferido por un profesor en la secundaria que además de ser cura –se llamaba Jorge Parker-, impulsaba lecturas hermosas, brillantes, mezclaba en un remolino medio loco la Biblia con García Márquez o con Borges o con otros autores maravillosos. Despuès  pasé a antropología donde asistí por dos años sólo a las clases que más me interesaban, casualmente muchas de esas clases se referían a civilizaciones donde la serpiente y su simbolismo había tenido relevancia en su mitologìa.
Pero todo este recorrido me llevó invariablemente a una serie de ocupaciones diversas que ni aún reunidas completaban un sueldo decente. Me llevó mucho tiempo darme cuenta de que lo que en realidad quería era escribir un libro y un poco màs de tiempo tardé en descubrir cuál sería el tema

sábado, 26 de mayo de 2012

La augusta y secreta orden de la serpiente de plata

Cuando uno llega a los 50 años son pocas las cosas del propio pasado que pueden recordarse con claridad; todo lo poco que uno puede evocar parece flotar entre vacíos, entre ausencias, entre espacios que uno en apariencia no ha vivido.
Una de esas islas perdidas en el mar oscuro del olvido que mi memoria guardo por alguna razón es la de una tarde de mucho calor en la que mi madre, su hermana (mi tía) y mi abuela me llevaron al cementerio. El paseo no era algo extraño para mí, una o dos veces al año las mujeres de la familia cargaban en el auto de mi tía artículos de limpieza, flores e iban a limpiar las placas de bronce, los floreros y los mármoles de las tumbas familiares, especialmente la de mi abuelo. Los tíos y bisabuelos estaban todos repartidos en dos tumbas cercanas una de la otra, ya habían sido reducidos me habían explicado; mi abuelo estaba solo, aparte. Entonces con la familia dispersa, el ritual para completar el trabajo en todas las lápidas imponía un recorrido laberíntico por veredas angostas semicubiertas por racimos de uña de gato, que con sus gajos carnosos ofrecía gratuitamente embellecer tumbas olvidadas. Las mujeres cargaban baldes y artículos de limpieza, yo aprovechaba para convertir el recorrido en una pista de obstáculos para mis cochecitos de juguete. Salvo a mí abuelo a quien yo había conocido y querido mucho, el resto de los familiares muertos era desconocidos para mí, nada me unía a ellos salvo ese paseo anual. En lugar de repartirse el trabajo para terminarlo más rápido, mi madre mi tía y mi abuela caminaban juntas, despacio, charlando sobre cosas que sé precisamente por qué no recuerdo, no las recuerdo porque no me importaban. Pero la tarde particular a la que refiero fue desde el principio distinta a todas, no cargaron artículos de limpieza ni flores, tampoco el mismo ánimo se manifestaba en ellas. Si bien entramos al cementerio por la puerta número dos como siempre, y dejamos el auto en la playa donde lo hacíamos habitualmente, inmediatamente me llamó la atención que en lugar de comenzar el recorrido habitual por la pista de obstáculos de mis juguetes, nos dirigiéramos hacia la administración. Al llegar, mi madre se acercó a una ventanilla para atención al público, yo quedé algo apartado junto a mi abuela tratando de descubrir con mis ojos la razón del cambio en la rutina. Sólo pude ver que firmó unos papeles se dio vuelta y dijo: -listo, vamos.
-¿Qué pasa mamà?  
-Nada hijo, vamos.
El “vamos” no implicaba volver a casa sino que la siguiera. La esfera incandescente del sol golpeaba y rebotaba en los granitos negros de las lápidas y en las placas de bronce. Recuerdo, y esto lo recuerdo muy bien, que en ese recorrido inhabitual (habíamos comenzado nuestro recorrido desde la administración y no desde la playa donde dejábamos el auto como siempre) pasamos por una tumba que sobre sí tenía una imagen enorme de cristo, en realidad todo el monumento era muy grande y ostentoso, y el tamaño de la figura le había permitido al artista reflejar en el rostro de Dios un gesto desgarrador. A partir de ésa y mientras duró el recorrido seguí buscando en las demás imágenes detalles y gestos que antes nunca me habían llamado la atención.
Hasta que los cuatro, mi madre, mi abuela, mi tía y yo llegamos -ellas sin hablar y yo con mis cochecitos de juguete en el bolsillo y mirando las distintas caras de los cristos de las tumbas-, hasta la de mi abuelo. Junto a ella, vestidos con ropa de trabajo color azul gastado y unas zapatillas tapadas y agrandadas por tierra húmeda, había dos hombres corpulentos apoyados en sendas palas a modo de quien descansa en un bastón. Era evidente que no sin un gran esfuerzo, que se vería en el sudor que corría por sus caras y por el que había absorbido su ropa, habían exhumado un ataúd. Mi abuela, tomándome del hombro me giró hacia a ella para que no mirara la escena. Por aquellos años, a los niños no se nos permitía ver a los muertos, por lo menos eso ocurría en mi familia; de hecho, yo ni había asistido al velatorio de mi abuelo; así que ahí, frente al féretro me invadió una sensación de curiosidad tremenda, de ansiedad y al mismo tiempo de algo muy parecido al terror. Recuerdo no poder decidirme entre darme vuelta y mirar o permanecer con la cara hundida en la ropa de mi abuela. Finalmente giré y pude ver como cada uno de los hombres forcejeaban con una barreta para abrir la tapa que crujía sin ceder.
–Mamà llevate al nene- le pidió mi madre a mi abuela, pero antes de que pudieran apartarme, nítidamente pude ver algo que perpetuó para siempre en mi memoria aquella escena y que cambiaría mi vida tiempo después. Sobre la tapa marrón y opaca del ataúd había una cruz plateada, grande, también opaca como gastada, pero a diferencia de las otras cruces que yo justamente ese día venía relevando, no tenía una imagen de cristo fundido en ella, sino algo que en principio me costó descifrar, pero que luego vi con toda nitidez, también fundida en ese material plateado y opaco, la cruz del ataúd de mi abuelo tenía enroscada en espiral, como recorriéndola de abajo hacia arriba, una serpiente.  




Pasaron 20 años y para ser honesto debo confesar que aquel episodio, el de la exhumación y reducción de los restos de mi abuelo, había quedado abandonado sin etiquetar en algún rincón muy remoto de mi memoria, nunca le pregunté a mi madre si aquello que yo había visto era realmente la imagen de una serpiente enroscada en la cruz del ataúd de mi abuelo o solamente se trataba de un defecto de la pieza o de una decoración distinta, o acaso el resultado de un capricho natural que el paso del tiempo había hecho retorciendo el metal de una figura que alguna vez había sido la de cristo, o, lo más probable, sólo el producto de mi imaginación alimentada por mi estado anímico. No lo sé, no sé por qué nunca pregunté, sólo puedo decir que aquello quedó guardado en mí casi sin que yo supiera.
Veinte años después yo tenía 29 y ya no jugaba carreras con autitos de juguete, tampoco me había casado pero vivía con una mujer, no tenía hijos y, como es obvio, me seguía llamando igual: Mario Ubaldini. Tenía ya algunas canas, muchas para alguien de mi edad. Hasta los 23 había estudiado ingeniería mecánica pensando que iba a diseñar autos de fórmula uno, pero me llevó tres años descubrir que estudiar ingeniería mecánica nada tiene que ver llegar a ser diseñador de autos de fórmula uno. Así que un día en un sencillo, ìntimo y privado acto me otorgué a mí mismo el título de medio ingeniero (ya había aprobado casi la mitad de la carrera) y no fui más. Mis padres se disgustaron pero se disgustaron aún más cuando les dije que iba a probar en letras, en esos tiempos en los que se debìa ser médico, abogado, o ingeniero, o bancario, decirles a mis padres que me gustaba escribir fue casi lo mismo que comunicarles que me iba a dedicar a la vagancia por el resto de mi vida.

sábado, 24 de septiembre de 2011

brevìsima referencia al Templo


Mucho antes que Sócrates se preguntara sobre el bien y el mal, los filósofos de Jonia habían buscado el secreto del Cosmos, la misión del agua y del fuego, el enigma de los astros.

B. Russell
El templo masónico

Los masones tienen una tarea simbólica: construir un templo espiritual. El modelo de ese templo es el templo del rey Salomón. Ahora bien, los templos en los que se reúnen los masones modernos son particulares. La masonería enuncia en sus reglamentos las características edilicias y decorativas que deben comprobarse en ellos. Luego de varias consideraciones concluye que los templos en los que se reúnen sus hombres son una representación del templo de Salomón. No hace falta que lo diga, esto es simbólico. No obstante, las reglamentaciones continúan. El largo del templo deberá ser de cuatro partes y el ancho de tres. Su altura es el infinito; su piso, el centro de la tierra. En otros rituales se afirma que su longitud va de Occidente a Oriente, y su ancho, del Septentrión al Mediodía; el alto es del nadir al cenit. Basta con imaginar tan sólo por un instante estas características para comprender que estos argumentos constituyen un fantástico estímulo para la imaginación. No obstante, el mensaje de estas medidas indefinidas es claro: el templo de los masones es el universo mismo. Todos los hombres están incluidos en él y para ellos trabaja la Institución.
En lo concreto, los templos masónicos son salones con una decoración peculiar y del templo salomónico descrito puntillosamente en la Biblia poseen nada más que dos columnas. El resto del mobiliario semeja más a las antiguas salas parlamentarias europeas que a un templo. Sin embargo, la cosa no es tan sencilla. En el cielo raso se encuentra pintada la imagen de un cielo, algo así como si el techo no existiese. En la pintura se manifiestan, de un lado, el día, con un sol brillante; y del otro, la noche, con la luna y las estrellas. Esto claramente deja un espacio abierto para contemplar aquel infinito enunciado en los rituales. Pero, con relación a este símbolo —el cielo—, pueden hacerse otras observaciones.


2. El cielo

El cielo es un símbolo casi universal. Es una manifestación directa de la trascendencia, el poder, la perennidad y lo sagrado. Durante la noche, por el movimiento regular de los astros se revela el orden misterioso del universo. El cielo es fecundador de la tierra y por su acción todos los seres se producen. El mito del casamiento entre el cielo y la tierra se extiende desde Asia hasta América, pasando por Grecia y Egipto. La expresión hijo del cielo y de la tierra pertenece al orfismo. El cielo es también símbolo de la conciencia.
El día y la noche indican acaso uno de los sentidos más primitivos de la filosofía, la dualidad. Conviene tener en cuenta que la dualidad no siempre implica oposición. En cuestiones simbólicas, el día y la noche pueden verse como opuestos; pero, recordando la característica bipolar de los símbolos, pueden también considerarse como complementarios. Recuerde el lector aquel recorrido esotérico que describí más arriba: las bodas entre el día y la noche; el sol y la luna; el fuego y el agua; el vino y el agua; el espíritu y la materia; la sangre y el agua; lo masculino y lo femenino.
Otro punto que puede explicar la imagen del cielo es el hecho de que en los albores de la masonería sus integrantes se reunían en espacios apartados y abiertos, a cielo abierto. En esos casos, aquellos masones ya especulativos dibujaban en la tierra sus símbolos y, al concluir la reunión, los borraban para no dejar rastros de su actividad. Otra versión señala que los símbolos se llevaban dibujados en un pergamino y que este luego se enrollaba y era guardado por alguno de los hermanos. Esta tradición, la de dibujar los símbolos en una piel, se sigue manteniendo y se ve reflejada en la actualidad en un cuadro que se coloca en cada tenida al centro del templo. Se lo denomina el cuadro de dibujo y algunos especulan que tiene su origen no en los pergaminos, sino en los planos de las obras que desplegaban los albañiles de los gremios. De cualquier modo, como en todos los símbolos, a veces la procedencia del elemento no es tan importante como sus significados.
Ingresar en un templo masónico invita a cuestionarse algunas cosas, como, por ejemplo: ¿por qué las columnas de bronce que en el templo de Salomón se encontraban fuera, aquí están dentro?; ¿el cielo abierto implica estar dentro del templo o todavía no haber entrado en él?; ¿cuál es el sentido de estas contradicciones?; ¿o es que no se trata de una contradicción?
Vayamos de a poco. Conviene recordar que lo designado en la antigua Roma como templo era el sector del cielo en el que el augur observaba los fenómenos. Y ya que hablamos de Roma y de los augures y del cielo, sabemos que las lecturas que se realizaban en el firmamento eran tomadas como leyes en la época de los reyes romanos. Estos dictámenes acarrearon un ligero problema, no para los augures, sí para el pueblo, ya que los designios divinos eran secretos y misteriosos y podían ser interpretados por unos pocos. Con el tiempo y después de no poca sangre derramada, las asambleas de tribunos lograron que las leyes se redactaran en doce tablas. La virtud de la ley escrita es que puede ser conocida por todos.
Retornemos a nuestro tema. El templo era entonces también el cielo y, cuando esa imagen descendía a la tierra y se materializaba en piedra, era una representación del orden que imperaba en lo alto y también aludía a la morada de los dioses. La famosa clave salomónica de los dos triángulos invertidos y superpuestos acaso hiciera referencia a este axioma. Recuérdese: como es arriba es abajo; esto es: un nuevo orden, el de lo alto.
Retrocederé unos renglones. Dije: “cuando esa imagen descendía y se materializaba en piedra”. Nada se materializa por sí solo en piedra. Eran hombres los que tallaban esas piedras. Es decir, hombres que, como el dios del Antiguo Testamento, creaban un universo a partir de la nada. Se me dirá: “Usted se equivoca, los albañiles poseían una materia prima preexistente: la piedra. Bien, diré entonces: creaban a partir de una argamasa primordial, como los dioses egipcios o, por qué no insistir, como el dios bíblico creó al hombre de barro. Después de todo, los templos son también representaciones de los hombres, pero de piedra. El hombre es consciente de la imperfección y debilidad de su cuerpo. Por eso aspira a algo que no tenga esa desgraciada precariedad, a algún género de belleza que sea perfecta, a un conocimiento que valga para siempre y para todos, a principios éticos que sean absolutos.
La representación del cielo en la tierra se debía situar a plomo con la bóveda celeste, lo cual identificaba al centro del templo con el centro del mundo. Y esto nos conduce a hablar de la plomada, que es otro símbolo de la construcción.
Otra hipótesis sobre la visión del cielo podría invitarnos a pensar que aún el templo no está concluido, que el techo no ha sido colocado, que la obra de los masones está inacabada, que estos obreros todavía tienen trabajo por realizar.
El templo es también el lugar donde el hombre puede elevarse y conectarse con lo superior, esto dicho sin connotaciones religiosas. J. Campbell afirma en uno de sus libros que un lugar sagrado puede ser cualquiera, bastará con que uno lo delimite donde desee. “Vivir en un espacio sagrado es vivir en un medio simbólico donde la vida espiritual es posible, donde todo alrededor habla de la exaltación del espíritu”. 
Otra pregunta más: si la masonería no es una religión ni se ocupa de ellas, ¿por qué sus miembros se reúnen en un templo que paradójicamente alude a uno en el que se le rendía culto a un dios?
Para responder esto debemos avanzar de a poco. Los templos masónicos también se llaman logias. Esta denominación hace referencia —lo sabemos a precarias construcciones que se alzaban en las cercanías de las obras en las que trabajaban los antiguos albañiles, quiero decir, los masones operativos. En ellas se discutían los proyectos y cuestiones de importancia para la construcción. Esta denominación, logia, se utilizó después para designar al grupo de hombres que se reunían al amparo de la masonería y, con el tiempo y en boca de los ajenos a la Fraternidad, se tornó casi en un término peyorativo para referirse a un grupo de conspiradores o de marginales. Con relación a esto hilvanaré una serie de especulaciones. Sabemos que el primero en distinguir el espíritu del alma fue Aristóteles. Sabemos también que lo vinculó con el aire. Es decir que, para acceder a determinado espíritu siempre siguiendo la idea aristotélica, era menester inspirarlo. No en términos metafísicos, sino psicológicos, un espíritu es una idea, más precisamente una idea directriz, un plan o un esquema que uno o varios hombres pueden seguir; se dice de ellos, por ejemplo, que están guiados por tal o cual espíritu y metafóricamente esto está bien dicho. Ahora, si volvemos a la idea aristotélica, bien podríamos decir que ese grupo de hombres que son guiados por un espíritu lo aspiran; y esto también siempre en términos casi poéticos o simbólicos estaría bien dicho. Uniendo estas premisas puede decirse que, cuando varios hombres aspiran un mismo espíritu, conspiran. Los masones son conspiradores y esto, claro está, no tiene nada de malo.
En otro sentido, René Guénon le asigna a la palabra logia una raíz sánscrita que la vincula al término loka, que significa cosmos. Otros autores, en cambio, la relacionan con el logos gnóstico.


7. El regreso a los templos

Se sabe que las primeras logias especulativas inglesas se reunían en tabernas. Ahora, ¿cómo se pasó de la taberna al templo? O tal vez habría que preguntarse por qué se volvió al templo. Y así la respuesta quizá sea obvia: los masones siempre trabajaron en templos, dentro de ellos, construyéndolos desde sus cimientos.
Y sobre los cimientos de los templos se puede contar algo. Se han encontrado esqueletos debajo de muchos templos de la antigüedad. Esto, cuentan los arqueólogos, se debe a que solía sacrificarse un esclavo debajo de los cimientos de los templos con el objeto de que ese espíritu vivificara la construcción. La primera piedra en colocarse era la que señalaba el ángulo noreste de los cimientos y, a partir de ella, se tomaban las medidas de la planta de lo que sería el futuro edificio. La piedra en cuestión recibía el nombre de piedra angular y no debía ser tallada, sino mantenida en su estado natural.
Retomando, quedó claro entonces que no debe extrañar que los masones trabajen en templos, que esto no posee ninguna connotación religiosa en el presente. Los masones en sus orígenes ya trabajaban en templos y evidentemente dejaron de hacerlo, de manera temporaria, cuando abandonaron su faceta operativa. Mas luego retornaron simbólicamente al lugar de trabajo de sus ancestros. Por otra parte, las connotaciones religiosas, acaso, no deberían desecharse tan a la ligera. No debe uno olvidar que la mayoría de los rituales de la masonería moderna contienen un mensaje deísta. El deísmo es la corriente que admite la existencia de un dios, existencia a la que uno llega mediante el uso de la razón. El teísmo, en cambio, también afirma la existencia de dios, mas su justificación se apoya en el dogma o en la revelación.
La noción o idea de dios en la masonería se expresa a través del símbolo del Gran Arquitecto del Universo. Ya Kepler y Newton se extasiaban ante el orden del universo que descubrían y que, según ellos, implicaba que alguien lo había establecido. Los masones ingleses poseen una definición para esto, que a mí me gusta mucho. Dicen de él que es el concepto en el que todos acuerdan; ellos utilizan la palabra inglesa agree, que significa acuerdo. Esto me resulta simpático. Es algo así como una idea democrática de dios. Todos los hombres, parece, han acordado y votado la existencia de un Gran Arquitecto y eso hace que este exista. Ahora bien, paradójicamente, si ha habido a lo largo de la historia de la masonería un tema de debate, una piedra de disenso y división entre los hermanos, es la idea de dios. Gran parte de la masonería francesa es decididamente atea y ni siquiera acuerda en la idea o concepto de Gran Arquitecto. Otras logias del mundo, en tanto, colocan la Biblia al centro de la logia como una de sus luces. No obstante, el libro en cuestión no es referido entre los masones como Biblia, sino como El Libro de la Ley Sagrada, con lo cual estamos hablando de un símbolo y la ley aludida bien puede ser la mosaica o cualquier otra.
En otro sentido, la apertura del libro puede tomarse como la exhibición de un punto de acuerdo de las tres religiones monoteístas. No obstante, algunos historiadores afirman que la tradición de exhibir una Biblia durante las reuniones obedece a que se temían incursiones sorpresivas de la Inquisición. Los masones muchas veces fueron acusados de adorar al demonio.
En otro orden, deberá recordarse que en la Biblia se hallan los planos del templo de Salomón, sus medidas y descripción.
También hay que tener en cuenta que en Occidente y esto se lo debemos a las religiones hemos heredado una especie de culto hacia algunos libros que se consideran sagrados. Y este culto ha sido llevado al extremo. Su condición hace a estos libros intocables. Son, en sí mismos, una especie de dogma gigante. Y cuando digo que son intocables, quiero decir que no admiten la más mínima interrogación. Uno debe atenerse estricta y literalmente a su letra o a alguna interpretación que también es sagrada y, por lo tanto, también intocable, también dogmática.
Dice J. L. Borges: No hay textos absolutos, en todo caso los textos humanos no lo son. ¿Cómo suponer una grieta, un desfallecimiento, en un texto redactado por el Espíritu Santo? Eso es realmente imposible; todo en un texto sagrado debería ser fatal. Creer que el Espíritu Santo ha condescendido a la literatura para escribir la Biblia, que una inteligencia infinita ha condescendido a la humana tarea de redactar un libro, es tan increíble como pensar que Dios condescendió a ser hombre”.
El Cantar de los Cantares es claramente una poesía, pero sagrada. Esto nos obliga a tomar todas sus palabras y versos literalmente. ¿Qué pasaría si se hiciera lo mismo con toda la poesía escrita? Los hombres creerían entonces que, cuando llueve, es porque “el cielo llora”.
Un libro es muchas veces un instrumento para justificar, defender, combatir, exponer o historiar una doctrina.
En la antigüedad se pensaba que un libro era solamente un sucedáneo de la palabra oral, que era imposible abarcar todo un tema en un solo texto y que este únicamente constituía una suerte de ayuda para una enseñanza oral. Pitágoras no dejó una línea escrita; se conjetura que no quería atarse a un texto. Deseaba que su pensamiento siguiera viviendo y ramificándose en la mente de sus discípulos.
Oswald Spengler señala que el prototipo del libro mágico es el Corán. Para los musulmanes no se lo puede estudiar ni histórica ni filológicamente, es anterior a la lengua árabe y al universo. Ni siquiera es una obra de Dios, es algo más íntimo y misterioso. El Corán es un atributo de Dios, como Su ira, Su misericordia o Su justicia. En el mismo Corán se habla de un libro misterioso, la madre del libro, que es el arquetipo celestial del Corán, que está en el cielo y es venerado por los ángeles.
Existe un gracioso adagio literario: la verdad es escasa; si los autores se restringieran a ella, casi no habría libros.
No deberá pensarse que pretendo impugnar la lectura o abolir los libros, todo lo contrario; qué sería de nosotros sin ellos. Lejos está también de mí el atacar la fe que muchos poseen en los libros sagrados.
Los libros son indispensables, pero el cuestionamiento de su contenido, también. En términos de la Biblia: la letra mata, el espíritu vivifica. Esto no es tan cierto.
Más allá de lo expuesto, quiero decir que, tal vez, la presencia de la Biblia en las logias masónicas no deba tomarse sólo como una referencia estrictamente religiosa.


8. El templo de Salomón

Es el momento de preguntarse: ¿por qué la masonería tomó como modelo el templo de Salomón?
Ya Flavio Josefo y Filón están de acuerdo en mostrar al templo de Salomón como representación del cosmos. Filón, incluso, describe elementos de su interior y con ellos justifica su apreciación. Del candelabro de siete brazos afirma que cada brazo representa un planeta; la mesa, la acción de gracias; los doce panes, los meses del año. Antiguos documentos masónicos ingleses mencionan el templo de Salomón. El manuscrito Cook (circa 1420) hace mención del templo y también de un personaje muy interesante: Beda el Venerable, un monje benedictino que fue el impulsor de la tradición hebrea en Inglaterra y en el norte de Europa. Escribió un texto fundamental sobre el templo de Jerusalén. No debe desprenderse de esto que Beda fuera masón o que escribiera particularmente para los gremios. La obra de Beda resulta de capital importancia en la exégesis bíblica y en la adopción del templo de Salomón como modelo alegórico de la construcción del Universo. El templo salomónico era el ideal para aquellos que tenía la responsabilidad de edificar la arquitectura sagrada del Nuevo Imperio. Prueba de esto son las dimensiones cuadradas y doblemente cuadradas, tan bien explicadas en la Biblia al referirse al templo de Salomón, que pueden verificarse en numerosas iglesias románicas.
Probablemente, es así como ya los antiguos gremios tuvieran a modo de guía espiritual al templo de Salomón y quizá fuese de esta manera como la masonería actual heredó este esquema. Así y todo, no debe perderse de vista que un templo refleja siempre la cosmovisión o la concepción del universo que alcanza una cultura. Los templos griegos tenían una estructura abierta (eran, por lo general un techo sostenido por una columnata), en tanto que el de Salomón mostraba una disposición cerrada y tripartita. Representó en su tiempo el establecimiento de un pueblo que hasta ese momento había errado por el Levante brindándole a su dios el mismo tipo de vivienda que ellos conocían y utilizaban, una tienda. La construcción en piedra, madera y metales simbolizó para el pueblo elegido un definitivo avance sociocultural. Salomón es también un símbolo de civilización. Así como Moisés enmarcó en su decálogo normas de convivencia básicas y rudimentarias para una tribu nómada y casi salvaje, Salomón en su función como juez empleó y desarrolló un tipo de justicia más específico y moderno. Otro aspecto que debe tenerse en cuenta en la inclusión del templo de Salomón en la simbología masónica es el político. Sin duda, quienes crearon el esquema moderno de la masonería sabían que el relato de la construcción del templo se encuentra en el Viejo Testamento y este libro es aquel en el que coinciden las tres grandes religiones monoteístas. Quiero decir que la adopción de símbolos universales permitiría facilitar y allanar cualquier tipo de conflicto moral y religioso dentro de la Institución. No obstante, no debe confundirse esto con impulsar un sistema general de religiones sincréticas. La tolerancia religiosa es política y prudente, no una expresión de creencias. 


9. Las cámaras secretas del templo

Volviendo al simbolismo del cielo abierto, hay quienes afirman que a lo que hace referencia es a que quienes ingresan a un templo masónico no saben que todavía no lo han hecho en realidad. El templo de Salomón contaba con tres partes. La exterior o pórtico era una especie de patio a cielo abierto donde se erigían las conocidas columnas de bronce. Trasponiendo las puertas se llegaba al Santo o ambiente central del interior del edificio. Y, finalmente, a continuación, el Santo de los Santos, que era un recinto más pequeño donde se guardaba el Arca de la Alianza junto con otros objetos de valor, tales como la piedra de Bet-el y las Tablas de la Ley. A este recinto sólo podía acceder el sumo sacerdote. Quienes defienden esta teoría sostienen que el templo masónico sólo representa simbólicamente al pórtico antes mencionado. De ahí la presencia de las columnas de bronce. Ateniéndose a esta hipótesis, uno podría suponer que en un templo masónico existen otras dependencias a las que ni los profanos ni, tal vez, todos los masones pueden acceder. Acaso esos otros recintos no sean reales, sino simbólicos. De hecho, y ya lo he señalado, se menciona en la mitología masónica la existencia de un Oriente eterno, zona que se ubica, según la tradición, más allá del Oriente del templo simbólico. (Debo aclarar en este punto que dentro del templo la ubicación espacial de sus elementos se realiza con referencia a los puntos cardinales.) Así, el Venerable Maestro de la logia se ubica al Oriente y el Primer Vigilante lo hace al Occidente. El Oriente eterno es una figura que ni siquiera la masonería se preocupa mucho por describir. Cuando muere un masón, sus hermanos afirman que pasó al Oriente eterno. Esto podría ser tomado como una concepción religiosa, como el establecimiento de una doctrina que aceptara la vida después de la muerte. La misma Institución desacredita estas especulaciones. En ocasión de las tenidas fúnebres, que son ceremonias que los masones realizan cuando un miembro de la fraternidad fallece, la liturgia refiere que ya no existen posibilidades de tomar contacto con él nuevamente. Que el hermano está viajando por el Oriente eterno, entre valles oscuros y desconocidoses decir, por una especie de limbo indefinido y que ya no volverá. Resumiendo, sobre lo que ocurre después de la muerte, la masonería no adopta ninguna de las versiones existentes; simplemente no opina. Sin perjuicio de lo dicho, conviene rescatar un detalle que ya he mencionado. El Venerable Maestro de la logia, que ocupa, como dije, un sitial al oriente, porta una espada flamígera. Y esto me recuerda el episodio de la expulsión de Adán y Eva. En él, una vez efectuada la condena, Yahvé coloca un querubín con una espada flamígera para custodiar la entrada al Paraíso, para evitar el retorno de los hombres. Esto puede o no tener relación (las espadas flamígeras poseen muchos otros simbolismos), pero no puede negarse que es una situación similar. O, tal vez, la masonería sí posee una idea de lo que ocurre después de la muerte, mas no la confiesa.