Ir a vivir a esa pensión no fue un capricho, diría que fue una necesidad, o ambas cosas. Debo retroceder aún más en el tiempo para explicar esto.
Siendo yo muy chico, mi padre y mi madre trabajaban de sol a sol cinco días a la semana, y como aparentemente, según ellos, eso no alcanzaba, los sábados atendían la concesión de un restaurante en un club de barrio donde yo los acompañé hasta que un día pedí un cambio en la rutina. Mis tardes cambiaron, pasaron del club a la casa de mis abuelos que tenía un jardín grande y apto para mis carreras de autitos de juguete. Mi abuela era ama de casa, mi abuelo, bancario. Fui nieto único por lo que ambos me dispensaban toda su atención y cariño. En esos sábados existía una sola regla inquebrantable en la casa. Después de comer mi abuelo se encerraba en un pequeño cuartito que había en el fondo del jardín y no podía ser molestado por tres horas. No dormía la siesta, escribía. ¿Sobre qué? Una sola vez le pregunté eso a mi abuela. –De sus cosas, escribe, de sus cosas –respondió. Probablemente nadie en la familia supiera sobre lo que escribía mi abuelo, pero de lo que yo sí estaba seguro era de que a mí me lo ocultaban por algún motivo. Tuvieron que pasar muchos años muchos para que pudiera encontrarme con algunas de sus páginas.
Pero a las 5 en punto, todos los sábados, cuando salía de su encierro compartíamos un paseo, a veces a una plaza, a veces a una cancha de fútbol o simplemente a andar un rato en tren.
Tuve el mejor abuelo posible en el mundo, fuera de su vínculo conmigo tenía un trato educado, pero seco, severo y distante con todos las demás personas. Era muy alto, no gordo pero sí grandote, desde muy joven tenía todo el pelo blanco y lo usaba impecablemente peinado hacia atrás con gomina. Tenía la nariz grande y un poco torcida como si alguna vez algún golpe la hubiera desviado y una mirada severa y penetrante. Además parecía estar poseído por un espíritu independiente, junto a él se tenía la sensación permanente de que las cosas perdían su estructura, hoy puedo expresarlo con estas palabras, en aquel momento para mí esto se ponía de manifiesto cuando quebrantábamos, por ejemplo, el sempiterno ritual de tomar la leche que por la tarde, por un sándwich de chorizo en un puesto de la costanera. Yo tenía la impresión de que los demás le temían y él se divertía con eso, era capaz de intimidar a alguien tan sólo con el saludo, solía hacer esto con vecinas distraídas que durante nuestros paseos encontraba barriendo las veredas. Luego de hacerlas sobresaltar y suspirar con un enérgico “buenas tardes” se daba vuelta y me guiñaba el ojo. Hoy creo que mi abuelo no sobresaltaba a las vecinas por el mero hecho de asustarlas, ni siquiera lo hacía con todas indiscriminadamente, realizaba esto sólo con algunas.
Y aunque conmigo su relación era todo lo cálida y cercana que podía ser -creo que sólo yo podía con el carácter indómito de mi abuelo-, en el seno familiar su autoridad y sentido de la independencia se expresaba sin que nadie lo objetara. Por algún motivo que acaso tenga que ver tan sólo con el gusto, mi madre, desde muy joven decía que si algún día la vida le daba un hijo varón, se llamaría Esteban. Nací en un parto muy complicado un 26 de Diciembre, el día de San Estaban. Y si bien la vida de mi madre no corría peligro debió quedar internada muchos días y mi padre tuvo que permanecer junto a ella en el sanatorio. Mi abuelo la visitaba todos los días invariablemente y en uno de los breves momentos en los que mi madre despertaba de su gravedad le pidió que me anotara en el registro civil con el nombre de Esteban. La puerta cerrada del cuartito del fondo donde me abuelo escribía funcionó en mí como la puerta prohibida, la única de todas las puertas que no podían abrirse. Me llamo Mario, como mi abuelo y aún así nunca me contó sobre ni por qué escribía.











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