Empecé a fumar a los trece años para impresionar a las chicas del liceo 9 de señoritas por el que pasábamos con los amigos a la salida del colegio, al mismo tiempo y un poco para lo mismo empecé a escribir. Pero poco a poco, escribir tornó en una obsesión que me mantenía ocupado y frustrado. Sentía dentro de mí una necesidad furiosa por componer un texto. Leía con voracidad tratando de encontrar la forma adecuada para contar mi historia, no sabía que lo que en realidad me faltaba era una historia.
Cuando terminé el secundario ingresé a la facultad de letras. Tardé dos años en descubrir que si lo que uno quiere es escribir, la facultad no es el lugar adecuado. Egresé convertido en un bohemio con el título de más o menos un cuarto de licenciado en letras, un título apto para corregir algunos textos y preparar alumnos del secundario que, por defecto propio del sistema odian la literatura con toda la razón del mundo. Nadie puede disfrutar a Góngora o a Quevedo o a Cervantes o al Martín Fierro a los 15 años. Entre las correcciones, algunos artículos, y las clases particulares juntaba la cantidad justa para un alquiler y la comida. Pero no todo era tan malo, los muchos textos -para mí inútiles- que pude componer cumplieron finalmente su objetivo inicial: gracias a ellos impresioné a Marcela se enamoró de mí. Nos conocimos antes de que yo dejara la facultad y saliera a recorrer cafetines literarios. Ella terminó la carrera, consiguió trabajo en dos colegios y nos fuimos a vivir juntos. Compartíamos los gastos, éramos para la época una pareja de vanguardia, en realidad ella lo era, yo simplemente era casi un indigente. Marcela era bajita, tenía una cara casi perfecta si no fuera porque su nariz era muy parecida a un pequeño ganchito, aún así la belleza de sus ojos y sus labios compensaba perfectamente el detalle, además su pelo era tan lacio y leve como el aire. Por suerte, algunas mujeres cuando son jóvenes todavía creen que un sapo puede convertirse en príncipe algún día. A Marcela el lirismo de pasar hambre y vivir a los saltos al lado de un escritor atormentado que no encontraba qué escribir le duró casi seis años. Finalmente todo lo dulcemente que pudo me propuso una elección que consistía por un lado en que fuera a trabajar en algo serio y rentable o por el otro que me apartara de su lado. Así, huyendo de un gran amor, pero persiguiendo el sueño de encontrar mi historia, terminé dejándole el departamento y alquilando la pieza en la pensión del Tigre











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