sábado, 26 de mayo de 2012

La augusta y secreta orden de la serpiente de plata

Cuando uno llega a los 50 años son pocas las cosas del propio pasado que pueden recordarse con claridad; todo lo poco que uno puede evocar parece flotar entre vacíos, entre ausencias, entre espacios que uno en apariencia no ha vivido.
Una de esas islas perdidas en el mar oscuro del olvido que mi memoria guardo por alguna razón es la de una tarde de mucho calor en la que mi madre, su hermana (mi tía) y mi abuela me llevaron al cementerio. El paseo no era algo extraño para mí, una o dos veces al año las mujeres de la familia cargaban en el auto de mi tía artículos de limpieza, flores e iban a limpiar las placas de bronce, los floreros y los mármoles de las tumbas familiares, especialmente la de mi abuelo. Los tíos y bisabuelos estaban todos repartidos en dos tumbas cercanas una de la otra, ya habían sido reducidos me habían explicado; mi abuelo estaba solo, aparte. Entonces con la familia dispersa, el ritual para completar el trabajo en todas las lápidas imponía un recorrido laberíntico por veredas angostas semicubiertas por racimos de uña de gato, que con sus gajos carnosos ofrecía gratuitamente embellecer tumbas olvidadas. Las mujeres cargaban baldes y artículos de limpieza, yo aprovechaba para convertir el recorrido en una pista de obstáculos para mis cochecitos de juguete. Salvo a mí abuelo a quien yo había conocido y querido mucho, el resto de los familiares muertos era desconocidos para mí, nada me unía a ellos salvo ese paseo anual. En lugar de repartirse el trabajo para terminarlo más rápido, mi madre mi tía y mi abuela caminaban juntas, despacio, charlando sobre cosas que sé precisamente por qué no recuerdo, no las recuerdo porque no me importaban. Pero la tarde particular a la que refiero fue desde el principio distinta a todas, no cargaron artículos de limpieza ni flores, tampoco el mismo ánimo se manifestaba en ellas. Si bien entramos al cementerio por la puerta número dos como siempre, y dejamos el auto en la playa donde lo hacíamos habitualmente, inmediatamente me llamó la atención que en lugar de comenzar el recorrido habitual por la pista de obstáculos de mis juguetes, nos dirigiéramos hacia la administración. Al llegar, mi madre se acercó a una ventanilla para atención al público, yo quedé algo apartado junto a mi abuela tratando de descubrir con mis ojos la razón del cambio en la rutina. Sólo pude ver que firmó unos papeles se dio vuelta y dijo: -listo, vamos.
-¿Qué pasa mamà?  
-Nada hijo, vamos.
El “vamos” no implicaba volver a casa sino que la siguiera. La esfera incandescente del sol golpeaba y rebotaba en los granitos negros de las lápidas y en las placas de bronce. Recuerdo, y esto lo recuerdo muy bien, que en ese recorrido inhabitual (habíamos comenzado nuestro recorrido desde la administración y no desde la playa donde dejábamos el auto como siempre) pasamos por una tumba que sobre sí tenía una imagen enorme de cristo, en realidad todo el monumento era muy grande y ostentoso, y el tamaño de la figura le había permitido al artista reflejar en el rostro de Dios un gesto desgarrador. A partir de ésa y mientras duró el recorrido seguí buscando en las demás imágenes detalles y gestos que antes nunca me habían llamado la atención.
Hasta que los cuatro, mi madre, mi abuela, mi tía y yo llegamos -ellas sin hablar y yo con mis cochecitos de juguete en el bolsillo y mirando las distintas caras de los cristos de las tumbas-, hasta la de mi abuelo. Junto a ella, vestidos con ropa de trabajo color azul gastado y unas zapatillas tapadas y agrandadas por tierra húmeda, había dos hombres corpulentos apoyados en sendas palas a modo de quien descansa en un bastón. Era evidente que no sin un gran esfuerzo, que se vería en el sudor que corría por sus caras y por el que había absorbido su ropa, habían exhumado un ataúd. Mi abuela, tomándome del hombro me giró hacia a ella para que no mirara la escena. Por aquellos años, a los niños no se nos permitía ver a los muertos, por lo menos eso ocurría en mi familia; de hecho, yo ni había asistido al velatorio de mi abuelo; así que ahí, frente al féretro me invadió una sensación de curiosidad tremenda, de ansiedad y al mismo tiempo de algo muy parecido al terror. Recuerdo no poder decidirme entre darme vuelta y mirar o permanecer con la cara hundida en la ropa de mi abuela. Finalmente giré y pude ver como cada uno de los hombres forcejeaban con una barreta para abrir la tapa que crujía sin ceder.
–Mamà llevate al nene- le pidió mi madre a mi abuela, pero antes de que pudieran apartarme, nítidamente pude ver algo que perpetuó para siempre en mi memoria aquella escena y que cambiaría mi vida tiempo después. Sobre la tapa marrón y opaca del ataúd había una cruz plateada, grande, también opaca como gastada, pero a diferencia de las otras cruces que yo justamente ese día venía relevando, no tenía una imagen de cristo fundido en ella, sino algo que en principio me costó descifrar, pero que luego vi con toda nitidez, también fundida en ese material plateado y opaco, la cruz del ataúd de mi abuelo tenía enroscada en espiral, como recorriéndola de abajo hacia arriba, una serpiente.  




Pasaron 20 años y para ser honesto debo confesar que aquel episodio, el de la exhumación y reducción de los restos de mi abuelo, había quedado abandonado sin etiquetar en algún rincón muy remoto de mi memoria, nunca le pregunté a mi madre si aquello que yo había visto era realmente la imagen de una serpiente enroscada en la cruz del ataúd de mi abuelo o solamente se trataba de un defecto de la pieza o de una decoración distinta, o acaso el resultado de un capricho natural que el paso del tiempo había hecho retorciendo el metal de una figura que alguna vez había sido la de cristo, o, lo más probable, sólo el producto de mi imaginación alimentada por mi estado anímico. No lo sé, no sé por qué nunca pregunté, sólo puedo decir que aquello quedó guardado en mí casi sin que yo supiera.
Veinte años después yo tenía 29 y ya no jugaba carreras con autitos de juguete, tampoco me había casado pero vivía con una mujer, no tenía hijos y, como es obvio, me seguía llamando igual: Mario Ubaldini. Tenía ya algunas canas, muchas para alguien de mi edad. Hasta los 23 había estudiado ingeniería mecánica pensando que iba a diseñar autos de fórmula uno, pero me llevó tres años descubrir que estudiar ingeniería mecánica nada tiene que ver llegar a ser diseñador de autos de fórmula uno. Así que un día en un sencillo, ìntimo y privado acto me otorgué a mí mismo el título de medio ingeniero (ya había aprobado casi la mitad de la carrera) y no fui más. Mis padres se disgustaron pero se disgustaron aún más cuando les dije que iba a probar en letras, en esos tiempos en los que se debìa ser médico, abogado, o ingeniero, o bancario, decirles a mis padres que me gustaba escribir fue casi lo mismo que comunicarles que me iba a dedicar a la vagancia por el resto de mi vida.

1 comentario:

  1. Muy bueno Dani. Cuando quieras poner el link en el Facebook solo tenes que copiar la URL de tu blog y pegarla en el muro. Abrazo y adelante. Está muy buena. Ya te voy a contar una anécdota con los huesos de mi abuelo....

    ResponderEliminar