Me fui a vivir solo tratando de encontrar la forma de escribir una novela. La pensión quedaba a poco menos de doscientos metros de donde el río Tigre desemboca en el Luján, a mitad de una cuadra poblada por plátanos muy altos y gruesos que habían ondeado la vereda con sus raíces. Un portón doble de hierro forjado, viejo y un poco oxidado franqueaba la entrada. La edificación era de dos pisos recostada sobre una de las mitades del lote. Tenía dos piezas en la parte baja y tres en la alta con un baño en cada una de las plantas. Beatriz ocupaba una de las piezas de arriba, yo una de las de abajo que era más económica. La otra mitad del lote que en el pasado probablemente habría servido para guardar algún auto, era ahora un patio con piso de ladrillos techado por una parra gigante y decorado con latas de de tamaños diversos que servían de macetas para hortensias, calas y malvones. En el aire flotaba el olor a río.
Mudarme me alejó de Marcela pero también de los alumnos a quienes ayudaba con sus materias colegiales lo que produjo una merma en mis ingresos, me quedaban las correcciones; pero al poco tiempo, la misma empresa para la que corregía, me propuso una nueva tarea que consistía en leer los borradores que se proponían para ser publicados. La editorial se dedicaba a publicar a autores inéditos de temas, en su mayoría, esotéricos y de auto ayuda y me pagaba –no mucho-, por elaborar un resumen y un informe sobre cada borrador. Comencé de ese modo a tomar contacto con disciplinas tan extrañas como dispares, por un lado leía un tratado sobre astrología kármica y a la semana siguiente uno sobre cocina macrobiótica. Así y todo mi vida comenzó a poblarse de de escaseces, todo faltaba en mi pieza menos libros, papel y mi orgullo que me impedía volver por ayuda (en este caso la palabra “volver” significaba volver a la casa de mis padres en busca de algún tipo de socorro, por ejemplo, económico.) Los días en la pensión no necesitaban de mucho, cada actividad tenía su horario que era anunciado no por los relojes sino por los ritmos naturales. Después de levantarme temprano si había sol o más tarde si hacía frío y desayunar, trabajaba un poco en los resúmenes hasta que tenía hambre, luego almorzaba liviano, dormía un ratito la siesta, trabajaba otro poco y a al atardecer invariablemente nos juntábamos con los otros inquilinos a tomar unos mates en el patio. Así los vínculos con Beatriz comenzaron a estrecharse, en realidad era casi únicamente con ella con la que me interesaba hablar, el resto de mis vecinos eran una mujer mayor baja y uniformemente gorda, algo así como si debajo de la ropa llevara más y más y más ropa acumulada que se llamaba Nicolasa, que había tenido 6 hijos de los que se la pasaba hablando y nunca venían a visitarla y un hombre que se llamaba Roberto que era alto, muy flaco como aquejado de alguna enfermedad, desprolijo en su aspecto, decía que era pintor de autos pero nadie le daba trabajo.
La noche era el momento de escribir para mí y en esto sí me auto imponía disciplina, pero inevitablemente, casi como si estuviesen condenados sin juicio previo todas mis páginas terminaban en la basura.
Pero una mañana algunas cosas cambiaron. Me desperté temprano y cuando levanté la persiana de mi ventana, ví pasar por el patio a Nicolasa junto a un hombre, morocho, bajo y gordo como ella, el hombre cargaba un bolso y una valija. Nicolasa me saludó con la mano, se le notaba en la cara un gesto de felicidad y de orgullo al mismo tiempo, algo así como: “vieron, mis hijos me querían”. Nunca más volví a verla. El mismo día, por la tarde, sólo Beatriz bajó a tomar mate al patio y por ella me enteré que Roberto también se había ido, un trueno y un fuerte viento interrumpió la conversación, levantamos la tertulia y regresamos a nuestras habitaciones. Decidí que escribir sobre a aquella situación, la partida de los vecinos, constituiría un buen ejercicio literario que acaso desembocara en algo interesante, coloqué unos papeles sobre mi mesa de trabajo y una sucesión de truenos me sobresaltó, miré por la ventana y vi como las primeras gotas –que siempre son pesadas-, bajaban las hojas de la parra como si fueran las teclas de un piano que no sonaba. Poco a poco el estrépito de una gran tormenta saturó el aire. No sé realmente por qué, ni de qué modo comencé a sentir angustia y fui invadido de un modo tal que se me hizo un vacío ruidoso en el estómago, la angustia dejó paso a una especie de miedo, a aquel que (se me ocurrió absurdamente como si eso pudiera saberse) deben sentir los que son sorprendidos por la muerte lejos de su casa. Me metí en la cama que estaba junto a una de las paredes y me refugié en ambas. A la madrugada Cesar Friedman, el dueño de la pensión, me despertó golpeando mi puerta como para tirarla abajo. Sobresaltado salté de la cama y me enterraré hasta las rodillas en el agua.
-Salga Mario- gritaba Friedman desde afuera, -está todo inundado. Cuando abrí la puerta, me topé con un frío punzante y con un bote desde el que Friedman me tendía una mano. Antes de subir, y medio aturdido, pude ver, por los primeros resplandores, que además del agua, el patio estaba colmado por camalotes, pero lo que la poca luz no delataba era que sobre las plantas, como un ejercito de colonizadores de un nuevo mundo sobre su flota, viajaban miles de serpientes.











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