Haber escrito
En el libro "Ser Escritor" de Abelardo Castillo leo lo siguiente: "Puedo decir que asistí a un solo taller literario y que duró alrededor de cinco minutos. Yo tenía dieciséis años, había escrito un cuento muy largo llamado el "Último Poeta" y consideraba que era, naturalmente, extraordinario. Se lo fui a leer una tarde a un viejo profesor que vivía en las barrancas de San Pedro. Bosio Arnaes se llamaba. Leía una cantidad de idiomas. La penúltima vez que lo vi, estaba casi ciego, pero se había puesto a estudiar ruso para leer a Dostoievski en su idioma. Eso la penúltima vez. La última vez, estaba leyendo a Dostoievski con una lupa del tamaño de una ensaladera.
Como dije, fui a su casa y comencé a leer mi cuento que empezaba con estas palabras: Por el sendero venía avanzando el viejecillo... Y ahí terminó todo.
Bosio Arnaes me interrumpió y me preguntó: ¿Por qué sendero y no camino?, ¿por qué avanzando y no caminando?, en el caso que dejáramos la palabra sendero, ¿por qué el viejecillo y no un viejecillo?, ya que aún no conocíamos al personaje; ¿por qué viejecillo y no viejecito, viejito, anciano, o simplemente viejo? Y, sobre todo ¿por qué no había escrito sencillamente que el viejecillo venía avanzando por el sendero que es el orden lógico de la frase?
Lo único que atiné a decir fue: Bueno, señor, porque ese es mi estilo.
Bosio Arnaes, mirándome como un lechuzón me respondió: Antes de tener estilo hay que aprender a escribir."
Yo digo: a mí me pasó algo parecido. Estuve tres años escribiendo una novela (se llamaba El Reino de la Serpiente ) que, como Castillo, me parecía excepcional. Era, o mejor dicho, es, porque todavía circulan algunas fotocopias, algo parecido al Código Da Vinci (Aún hoy, después de casi diez años, creo que es mejor que el codigo Da Vinci). La presenté en varios concursos literarios: nunca recibí ni siquiera la noticia de su destino que, supongo, fue siempre el de los incineradores. Fui entonces a leérsela a Marcelo Caruso, un escritor reconocido ganador de muchos premios, entre ellos el Fortabat; para que me señalase los posibles errores de mi texto.
Mi novela empezaba con estas palabras: "Era una cálida tarde de primavera...."
Ni bien terminé la frase, Caruso, como Bosio Arnaes, me interrumpió levantando su mano. Y, con la mano en alto, se paró, fue hasta su biblioteca y extrajo un libro chiquito, de tapas rojas. Lo abrió y leyó lo siguiente: Nunca debe comenzarse un texto con la frase: "Era una cálida tarde de primavera".
Quedé atónito. Sospeché que se trataba de una broma de mal gusto o de alguna clase de conspiración contra la publicación de mi novela. De mala manera le pedí el libro para constatar con mis propios ojos la devastadora sentencia. No era una broma. La afirmación era tan lacónica como inapelable. Mi incredulidad inicial tornó en un sentimiento mezcla de ira y de angustia. No puede ser, pensé; si la primera frase está mal qué me espera para las cuatrocientas páginas restantes.
Igual que Castillo, reaccioné. Bueno, pero este del librito, quién es, o qué escribió este para dar semejantes concejos.
Leé la tapa, respondió Caruso.
El título era Los trucks del Perfecto Cuentista, el autor: Horacio Quiroga.
Tomé aire y le pregunté si podíamos avanzar un poco más sobre mi trabajo. Tal vez -le dije-, es sólo un pequeño detalle. No lo fue. En cada una de las pocas páginas que revisamos había por lo menos seis o siete u ocho o veinte errores de todo tipo. Finalmente me aconsejó que lo mejor sería escribir nuevamente la totalidad del texto despojándolo de los lugares comunes y, de paso, cambiar el tono, la persona en que estaba redactada la historia y parte de la trama. Yo no estaba dispuesto a realizar semejante tarea, pero tampoco a darme por vencido.
Le pedí a Caruso que me instruyera. Argumentó inicialmente una serie de cuestiones que se lo impedían, supongo que sabía que la cosa no iba a ser fácil. No por mi carácter, o sí por mi carácter; pero seguro porque mi ignorancia literaria y no solamente literaria era enciclopédica y convertiría la tarea en algo absolutamente quimérico. De todos modos, lo convencí. Empecé así el taller literario aceptando un trato que imponía de mi parte la creación de un texto cada semana. Dicho escrito era desmenuzado meticulosamente y criticado hasta el escarnio. Una vez finalizada esta práctica comenzaba la segunda parte de la clase que consistía en la selección de textos de grandes autores en los que misteriosamente, como guiado por algún espíritu maléfico, Caruso hallaba situaciones, escenas, diálogos, descripciones, comienzos, desarrollos o finales similares a los que yo había intentado crear y que, comparándolos, dejaban los míos a la altura de un garabato trazado por un simio primitivo. Vanos fueron siempre mis esfuerzos por defender mis ideas o mis oraciones, Borges, Sábato, Roberto Arlt, Salinger, Dostoievki, Gógol, u otros autores desconocidos para mí, las habían construido mejor; más netas, más exactas, con mayor precisión, con mucha más belleza o naturalidad o sentido estético o lo que fuere, y lo peor de todo era que lo habían hecho antes.
La cosa no fue fácil. Corregir encarnizadamente un texto no es una tarea retórica o estilística, afirmaba Caruso, es un trabajo espiritual de rectificación de uno mismo.
Por esos días, encontré un artículo que Sarmiento escribió para El Mercurio en 1842.
Decía lo siguiente: "...y en lugar de ocuparos de las formas, de la pureza de las palabras, de lo redondeado de las frases, de lo que dijo Cervantes o Fray Luis de León, adquirid ideas de donde quiera que vengan, nutrid vuestro espíritu con las manifestaciones del pensamiento de los grandes luminares de la época; y cuando sintáis que vuestro pensamiento a su vez se despierta, echad miradas observadoras sobre vuestra patria, sobre el pueblo, las costumbres, las instituciones, las necesidades actuales, y en seguida escribid con amor, con corazón, lo que se os alcance, lo que se os antoje, que eso será bueno en el fondo, aunque la forma sea incorrecta; será apasionado aunque a veces inexacto; agradará al lector, aunque rabie a Garcilaso. No se parecerá a lo de nadie; pero buen o malo, será vuestro, nadie os lo disputará. Entonces habrá prosa, habrá poesía, habrá defectos, habrá bellezas..."
Creí haber encontrado un patrocinio irrefutable, algo así como la piedra filosofal. Y si bien mi piedra no servía para transmutar el plomo en oro, decía claramente que Caruso estaba equivocado.
Empecé entonces a escribir con furia, o peor dicho, impelido y guiado por sentimientos que nada tienen que ver con la razón. Como en una primavera diabólica, los errores reverdecieron en mis textos semanales.
Caruso volvió a exhumar de su biblioteca el texto de Quiroga. Consejo número dos -me leyó-, no escribas bajo el imperio de la emoción, déjala morir y evócala luego.
Gracias a ésta y a las otras lecturas seleccionadas por mi instructor, ocurrió en mí una extraña alteración. Comencé (no me pregunten ni cómo, ni porqué) a disfrutar de la literatura y a dejar de combatirla. Así vi, porque se ve, la raya del culo del hombre que vio a la partera mientras ahorcaba a otro de los personajes de los Siete Locos. Me conmoví al punto de pedirle que se detuviera cuando me leyó la forma en que una familia francesa mata a una vaca para comérsela en un cuento de no recuerdo qué autor inglés. Lloré de risa con fragmentos del Quijote y con el Fideo más largo del mundo de Bernardo Jobson. Me deleité con Borges, que en las Ruinas Circulares compara el rojo de un atardecer con el paladar de los tigres; mientras yo lo había hecho con la cursilería común de un trapo ensangrentado. Sentí el frío y la desolación de una noche rusa en un cuento de Chéjov en el que un cochero debe narrarle, por su soledad, a un caballo, la muerte de su hijo.
No obstante, un día, y como una fatal contradicción, me advirtió: Cuidado con Bioy, Kafka, Proust, Joyce. Cuidado con esas prosas deslumbrantes o esos universos demasiado intensos. Esa gente no escribía así: era así.
Semana tras semana la mecánica se repetía y después de innumerables peleas me di cuenta de que tenía tres alternativas. La primera era matar a Caruso, quemar su biblioteca y así terminar con su malévola erudición. La segunda era empezar a leer a esos autores que escribían mejor que yo: única forma, según mi instructor, de aprender a escribir. Y la tercera: abandonar el taller y la literatura.
Después de meditar sobre mis posibilidades descubrí, como en un proceso iniciático, que lamentablemente no habitaba en mi interior la personalidad de un asesino. Además, y esto ya lo sabía, que soy perseverante, que es casi lo mismo que ser terco pero en un sentido positivo. Estos dos descubrimientos me dejaron una sola posibilidad: empezar a leer para descubrir cómo hicieron o cómo hacen los que saben hacerlo.
Recuerdo que en una ocasión le pregunté si todos los escritores pasaban por este proceso. Me respondió: Se puede o no corregir un texto. Tolstoi escribió siete veces La guerra y la paz, Stendhal terminó La Cartuja de Parma en cincuenta y dos días. El único problema es cómo se las arregla uno para ser Tolstoi o Stendhal.
En otro orden, supe además, que no todos los textos constituyen lo que conocemos como literatura. Para la hermética logia de los escritores (logia que integraba Caruso), un best seller, por ejemplo, no es literatura, es sólo un libro que se vende. Se desprende de esto que quien escribe un best seller no es un escritor sino un simple comerciante. La literatura es un arte, dicen, y la gente común, por lo general, no aprecia el arte, por lo tanto -y siempre según la élite de los escritores-, no compra los libros de literatura, solo lee best sellers. De este modo, para ser bueno, un libro no debe venderse demasiado y la dificultad para escribirlo no consiste solamente en crear y contar una historia, o en exponer ideas respetando reglas sintácticas o de sentido común o de buen gusto, sino en introducirse y captar las diluidas, sutiles y ambiguas pautas de un arte. Y no sólo eso: exponerse después al juicio de quienes determinan, crean y modifican constantemente las diluidas, sutiles y ambiguas pautas de un arte.
A esta altura, un lector suspicaz ya habrá conjeturado lo siguiente: no hace falta ser un artista ni pasar por la tortura del método didáctico empleado por Caruso para escribir una carta o componer un texto que transmita ideas o descubrimientos científicos o que simplemente relate una situación determinada. Es cierto. Pero no menos cierto es que también existen algunos libros o artículos que por cortesía calificamos de profundos, o de áridos, o de complejos o de lo que sea cuando en realidad son decididamente aburridos, insoportables, más extendidos que extensos; y esto no tiene que ver ni con el género ni con la temática, sino con que aun grandes mentes de la ciencia o de otros campos del conocimiento, no tuvieron la gentileza de intentar al menos una práctica literaria. Pero generalizar no es un buen consejo. Un día cayeron en mis manos los dos tomos de la Historia de la Filosofía Occidental de Russell, obra por la que el autor obtuvo el premio Nobel de Literatura. Pude leer y comprender todas las vidas y todas las ideas de los filósofos de esta parte del mundo sin ninguna dificultad y con gran placer. Pero al llegar casi al final, cuando se describen los principios y conceptos de la filosofía matemática, mi atribulado cerebrito dijo basta. No fueron suficientes ni la claridad, ni la precisión, ni el tono ameno utilizado por el autor; fui incapaz de comprender lo que me quería decir. Pero esto es harina de otra bolsa, quiero decir que, a veces, el tema puede exceder nuestra capacidad de comprensión. No obstante, y como decía Borges, los libros tienen una virtud, la de esperarnos en nuestras bibliotecas. Tengo esperándome, además del fragmento de filosofía matemática de Russell, los dos tomos de La Decadencia de Occidente del Oswald Spengler, obra que siempre me venció en el primer capítulo. Algún día, tal vez la pueda disfrutar junto a otras que también siguen esperando en los empolvados anaqueles de mi biblioteca.
Más allá de lo expuesto, se puede convenir en que existen básicamente tres tipos de lenguajes. El formal, el técnico y el coloquial. No sería muy aconsejable redactar una tesis doctoral sobre la reproducción de las almejas en las costas africanas prescindiendo de terminología científica o empleando imágenes poéticas. Hace poco, junto al Dr. Villella, asistí a un congreso de medicina. Los expositores (médicos, naturalmente) leían sus trabajos científicos redactados en terminología científica (a veces, en exagerada terminología científica) con una solemne circunspección, en voz grave lenta y pastosa como si todo eso agregara algo de importancia al tratamiento de la amigdalitis. No creo que ninguno haya conseguido su propósito, que debería ser el de difundir sus descubrimientos o experiencias en el tratamiento de la amigdalitis. Sí, en cambio, alcanzaron otros objetivos: dispersar la atención del auditorio, no concitar en ningún momento el interés, confundir y, sobre todo, adormecer, sin utilizar ningún tipo de narcótico que no fuera el de sus propias palabras, a todo los presentes. Me dirán: bueno, son médicos, no comunicadores. Responderé: eso no los exonera. Cuando se escribe para convencer sobre las bondades del tratamiento de la amigdalitis, la elocuencia es un deber moral. La mayor verdad del mundo, mal dicha, puede parecer una estupidez. Por ejemplo, uno puede decir que una flor es más bonita que un rey; o puede decir: “Mirad los lirios del campo, ni Salomón, en toda su grandeza...” etc. Si lo que se quiere es propagar el Cristianismo, la segunda versión es la correcta. Además, y si como dije, no es aconsejable un lenguaje coloquial en cuestiones formales o científicas, no quiere decir esto que uno deba perder frescura o espontaneidad; sobre todo si se trata de un texto que será leído en voz alta frente a un auditorio. Pero cuidado con el humor, la ironía o los chistes. Yo no puedo erradicarlos de mis páginas y esto no es ninguna virtud. Sé que una palabra puede estropear un texto; pero escribir como se quiere es destreza. Escribir lo que se debe, probidad. Pero el más grande y el peor de los escritores se parecen en una sola cosa: escriben como y lo que pueden.
Conozco algunos escritores o personas que simplemente escriben y que cuando les digo que no logro entender sus textos me imputan chatura cultural, ignorancia o incapacidad de participar en su obra. Otros más inteligentes alegan vanguardismo. No les creo ni a unos ni a otros. Si bien, por lo aludido, se puede leer sin comprender lo que se está leyendo; lo que sucede generalmente no es una cuestión de diferencia intelectual, sino un problema de impericia. Por más que suene cacofónico, si lo que viene del río es un viento frío; resulta un horror decir: un movimiento gaseoso de baja temperatura se desplazaba desde una corriente fluvial. Con frecuencia, al comunicarnos por escrito con nuestros semejantes tendemos, usted, lector, y yo (vaya uno a saber por qué tipo de influencia nociva) a expresar pequeñas cosas con grandes o con demasiadas palabras; cuando los ejemplos del sentido común exigen exactamente lo contrario. Debe tenerse en cuenta que la gente, en general, tiene cara, no rostro; no asciende las escaleras, sube por ellas. No penetra a las recámaras, entra a los dormitorios. Si lo que viene al galope es un jinete no hace falta el caballo. Conviene evitar los ventanales y sobre todo los grandes ventanales. Dicho sea de paso, las ventanas no son de cristal: son de vidrio. Lo mismo, los vasos. Debe describirse sólo lo esencial. La posición de un pie, en casi todos los casos, es más importante que el color de los zapatos.
En mi caso, y en otro orden, solía enamorarme de algunas palabras. Escuchaba un día de boca de un abogado la palabra “consuetudinario” y, como contaminados por un virus informático, todos mis textos y todo en ellos tornábase consuetudinario. Al tiempo venía el Dr. Villella y hablaba de un “panegírico” (término que seguramente escuchó en algún congreso y no se qué significa) y esa palabra aparecía innumerables veces en mis páginas. Leía a Borges y cualquier suceso se volvía baladí. Si recorría a Sábato, en cambio, la fatalidad del destino torturaba a mis personajes o ideas.
La cantidad de palabras que atesoremos para expresarnos, si bien es importante, no es definitiva. Podemos llegar a acumular cien o doscientas mil palabras, pero encontraremos que el ideal consiste en expresarse con diez o veinte. No obstante, más significativo que la riqueza del lenguaje, es su poderío. Hay quienes se arreglan con un vocabulario restringido del que sacan matices y partido por la maestría en la colocación. Como en el ajedrez, una palabra no vale por si sola sino por su posición relativa, por la estructura total de la que forma parte.
Las metáforas, como recurso, son eficientes en la medida en que se alejan del objeto al que aluden. La más cercana, es la no metáfora. Decir que el pájaro es como el pájaro es, desde luego, una proposición correctísima, hasta el punto que es inservible.
Lo que dice Borges sobre los sinónimos es verdad: no existen. Can no es lo mismo que perro, ni la palabra “ramera” tiene la dignidad de la palabra “puta“. Aun así, un buen diccionario de sinónimos es recomendable. Uno quiere escribir: habló en voz baja. Como eso no le gusta lo reemplaza por “voz queda” que es espantoso. Hojea el diccionario de sinónimos al azar y en cualquier parte encuentra la palabra “pálida“. Entonces escribe habló con “voz pálida“, lo que no está mal.
Adjetivar en orden decreciente es un error: Era una montaña titánica, enorme, alta. Si uno no se da cuenta por qué, el problema es grave. Sobre esto, Quiroga dice también que: inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil.
Finalmente, no debe uno tampoco exhibir demasiadas ideas nuevas, porque para los jueces de la literatura son ideas peligrosas. Si fueran honrados deberían decir peligrosas para mí. Bien mirado, una idea nueva es rarísima y es la respuesta de la inteligencia a una necesidad humana nueva, de ahí que las llamadas ideas peligrosas sean las únicas ideas necesarias. Lo realmente peligroso son las viejas ideas. Tienen la inmovilidad y la fascinación de la muerte. Claro está que el que corre verdadero peligro cuando aparece en el mundo una idea nueva es su inventor.
Bien, como ya se habrá notado, esfuerzo, pasión y dolor no garantizan nada. Cuesta tanto trabajo escribir un buen artículo como uno inservible. Con las mejores intenciones se escriben malos textos, con las peores también. Lo que pocos saben –y no estoy entre ellos-, es cómo se escriben los buenos.











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