lunes, 28 de mayo de 2012

Pasaron 20 años y para ser honesto debo confesar que aquel episodio, el de la exhumación y reducción de los restos de mi abuelo, había quedado abandonado sin etiquetar en algún rincón muy remoto de mi memoria, nunca le pregunté a mi madre si aquello que yo había visto era realmente la imagen de una serpiente enroscada en la cruz del ataúd de mi abuelo o solamente se trataba de un defecto de la pieza o de una decoración distinta, o acaso el resultado de un capricho natural que el paso del tiempo había hecho retorciendo el metal de una figura que alguna vez había sido la de cristo, o, lo más probable, sólo el producto de mi imaginación alimentada por mi estado anímico. No lo sé, no sé por qué nunca pregunté, sólo puedo decir que aquello quedó guardado en mí casi sin que yo supiera.
Para ese momento yo estaba por cumplir 30 años y como es natural muchas cosas habían cambiado, menos una, mi nombre: Mario Ubaldini. Ya no jugaba carreras con autitos de juguete, tampoco me había casado pero vivía con una mujer en una situación de las que se llamaban modernas, yo diría que más que moderna se trataba de un equilibrio impuesto por necesidad, quiero decir que vivíamos juntos con Marcela, no como imponía la tradición en la que el hombre de la casa con un trabajo y un ingreso sólido mantiene a su mujer, sino compartiendo los gastos; todos los gastos, hasta los del alquiler del departamento. No teníamos hijos. Y yo ya tenía algunas canas, muchas para alguien de mi edad.
Hasta los 23 años había estudiado ingeniería mecánica porque mi padre era mecànico y yo pensaba que iba a diseñar autos de fórmula uno, pero me llevó tres años descubrir que estudiar ingeniería mecánica nada tiene que ver con diseñar autos de fórmula uno. Así que un día en un sencillo y privado acto me otorgué a mí mismo el título de medio ingeniero (había aprobado casi la mitad de la carrera) y no fui más. Mis padres se disgustaron pero se disgustaron aún más cuando les dije que iba a probar en letras. En esos tiempos en los que se debía ser médico, abogado, o ingeniero, o bancario, decirles a mis padres que me gustaba escribir fue casi lo mismo que comunicarles que me iba a ser un indigente por el resto de mi vida. Esa vez tardè un poco menos en darme de un paralelismo entre las dos carreras, estudiar letras poco tiene que ver si lo que uno quiere es ser escritor. Asì que  me recibí de un cuarto de licenciado en letras. En realidad el tiempo que pasé en la facultad fue sólo una excusa para leer lo que me gustaba sin que nadie pudiera decirme que perdía todo el día leyendo en lugar de trabajar. El gusto por la lectura y por escribir me fue conferido por un profesor en la secundaria que además de ser cura –se llamaba Jorge Parker-, impulsaba lecturas hermosas, brillantes, mezclaba en un remolino medio loco la Biblia con García Márquez o con Borges o con otros autores maravillosos. Despuès  pasé a antropología donde asistí por dos años sólo a las clases que más me interesaban, casualmente muchas de esas clases se referían a civilizaciones donde la serpiente y su simbolismo había tenido relevancia en su mitologìa.
Pero todo este recorrido me llevó invariablemente a una serie de ocupaciones diversas que ni aún reunidas completaban un sueldo decente. Me llevó mucho tiempo darme cuenta de que lo que en realidad quería era escribir un libro y un poco màs de tiempo tardé en descubrir cuál sería el tema

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