sábado, 24 de septiembre de 2011

brevìsima referencia al Templo


Mucho antes que Sócrates se preguntara sobre el bien y el mal, los filósofos de Jonia habían buscado el secreto del Cosmos, la misión del agua y del fuego, el enigma de los astros.

B. Russell
El templo masónico

Los masones tienen una tarea simbólica: construir un templo espiritual. El modelo de ese templo es el templo del rey Salomón. Ahora bien, los templos en los que se reúnen los masones modernos son particulares. La masonería enuncia en sus reglamentos las características edilicias y decorativas que deben comprobarse en ellos. Luego de varias consideraciones concluye que los templos en los que se reúnen sus hombres son una representación del templo de Salomón. No hace falta que lo diga, esto es simbólico. No obstante, las reglamentaciones continúan. El largo del templo deberá ser de cuatro partes y el ancho de tres. Su altura es el infinito; su piso, el centro de la tierra. En otros rituales se afirma que su longitud va de Occidente a Oriente, y su ancho, del Septentrión al Mediodía; el alto es del nadir al cenit. Basta con imaginar tan sólo por un instante estas características para comprender que estos argumentos constituyen un fantástico estímulo para la imaginación. No obstante, el mensaje de estas medidas indefinidas es claro: el templo de los masones es el universo mismo. Todos los hombres están incluidos en él y para ellos trabaja la Institución.
En lo concreto, los templos masónicos son salones con una decoración peculiar y del templo salomónico descrito puntillosamente en la Biblia poseen nada más que dos columnas. El resto del mobiliario semeja más a las antiguas salas parlamentarias europeas que a un templo. Sin embargo, la cosa no es tan sencilla. En el cielo raso se encuentra pintada la imagen de un cielo, algo así como si el techo no existiese. En la pintura se manifiestan, de un lado, el día, con un sol brillante; y del otro, la noche, con la luna y las estrellas. Esto claramente deja un espacio abierto para contemplar aquel infinito enunciado en los rituales. Pero, con relación a este símbolo —el cielo—, pueden hacerse otras observaciones.


2. El cielo

El cielo es un símbolo casi universal. Es una manifestación directa de la trascendencia, el poder, la perennidad y lo sagrado. Durante la noche, por el movimiento regular de los astros se revela el orden misterioso del universo. El cielo es fecundador de la tierra y por su acción todos los seres se producen. El mito del casamiento entre el cielo y la tierra se extiende desde Asia hasta América, pasando por Grecia y Egipto. La expresión hijo del cielo y de la tierra pertenece al orfismo. El cielo es también símbolo de la conciencia.
El día y la noche indican acaso uno de los sentidos más primitivos de la filosofía, la dualidad. Conviene tener en cuenta que la dualidad no siempre implica oposición. En cuestiones simbólicas, el día y la noche pueden verse como opuestos; pero, recordando la característica bipolar de los símbolos, pueden también considerarse como complementarios. Recuerde el lector aquel recorrido esotérico que describí más arriba: las bodas entre el día y la noche; el sol y la luna; el fuego y el agua; el vino y el agua; el espíritu y la materia; la sangre y el agua; lo masculino y lo femenino.
Otro punto que puede explicar la imagen del cielo es el hecho de que en los albores de la masonería sus integrantes se reunían en espacios apartados y abiertos, a cielo abierto. En esos casos, aquellos masones ya especulativos dibujaban en la tierra sus símbolos y, al concluir la reunión, los borraban para no dejar rastros de su actividad. Otra versión señala que los símbolos se llevaban dibujados en un pergamino y que este luego se enrollaba y era guardado por alguno de los hermanos. Esta tradición, la de dibujar los símbolos en una piel, se sigue manteniendo y se ve reflejada en la actualidad en un cuadro que se coloca en cada tenida al centro del templo. Se lo denomina el cuadro de dibujo y algunos especulan que tiene su origen no en los pergaminos, sino en los planos de las obras que desplegaban los albañiles de los gremios. De cualquier modo, como en todos los símbolos, a veces la procedencia del elemento no es tan importante como sus significados.
Ingresar en un templo masónico invita a cuestionarse algunas cosas, como, por ejemplo: ¿por qué las columnas de bronce que en el templo de Salomón se encontraban fuera, aquí están dentro?; ¿el cielo abierto implica estar dentro del templo o todavía no haber entrado en él?; ¿cuál es el sentido de estas contradicciones?; ¿o es que no se trata de una contradicción?
Vayamos de a poco. Conviene recordar que lo designado en la antigua Roma como templo era el sector del cielo en el que el augur observaba los fenómenos. Y ya que hablamos de Roma y de los augures y del cielo, sabemos que las lecturas que se realizaban en el firmamento eran tomadas como leyes en la época de los reyes romanos. Estos dictámenes acarrearon un ligero problema, no para los augures, sí para el pueblo, ya que los designios divinos eran secretos y misteriosos y podían ser interpretados por unos pocos. Con el tiempo y después de no poca sangre derramada, las asambleas de tribunos lograron que las leyes se redactaran en doce tablas. La virtud de la ley escrita es que puede ser conocida por todos.
Retornemos a nuestro tema. El templo era entonces también el cielo y, cuando esa imagen descendía a la tierra y se materializaba en piedra, era una representación del orden que imperaba en lo alto y también aludía a la morada de los dioses. La famosa clave salomónica de los dos triángulos invertidos y superpuestos acaso hiciera referencia a este axioma. Recuérdese: como es arriba es abajo; esto es: un nuevo orden, el de lo alto.
Retrocederé unos renglones. Dije: “cuando esa imagen descendía y se materializaba en piedra”. Nada se materializa por sí solo en piedra. Eran hombres los que tallaban esas piedras. Es decir, hombres que, como el dios del Antiguo Testamento, creaban un universo a partir de la nada. Se me dirá: “Usted se equivoca, los albañiles poseían una materia prima preexistente: la piedra. Bien, diré entonces: creaban a partir de una argamasa primordial, como los dioses egipcios o, por qué no insistir, como el dios bíblico creó al hombre de barro. Después de todo, los templos son también representaciones de los hombres, pero de piedra. El hombre es consciente de la imperfección y debilidad de su cuerpo. Por eso aspira a algo que no tenga esa desgraciada precariedad, a algún género de belleza que sea perfecta, a un conocimiento que valga para siempre y para todos, a principios éticos que sean absolutos.
La representación del cielo en la tierra se debía situar a plomo con la bóveda celeste, lo cual identificaba al centro del templo con el centro del mundo. Y esto nos conduce a hablar de la plomada, que es otro símbolo de la construcción.
Otra hipótesis sobre la visión del cielo podría invitarnos a pensar que aún el templo no está concluido, que el techo no ha sido colocado, que la obra de los masones está inacabada, que estos obreros todavía tienen trabajo por realizar.
El templo es también el lugar donde el hombre puede elevarse y conectarse con lo superior, esto dicho sin connotaciones religiosas. J. Campbell afirma en uno de sus libros que un lugar sagrado puede ser cualquiera, bastará con que uno lo delimite donde desee. “Vivir en un espacio sagrado es vivir en un medio simbólico donde la vida espiritual es posible, donde todo alrededor habla de la exaltación del espíritu”. 
Otra pregunta más: si la masonería no es una religión ni se ocupa de ellas, ¿por qué sus miembros se reúnen en un templo que paradójicamente alude a uno en el que se le rendía culto a un dios?
Para responder esto debemos avanzar de a poco. Los templos masónicos también se llaman logias. Esta denominación hace referencia —lo sabemos a precarias construcciones que se alzaban en las cercanías de las obras en las que trabajaban los antiguos albañiles, quiero decir, los masones operativos. En ellas se discutían los proyectos y cuestiones de importancia para la construcción. Esta denominación, logia, se utilizó después para designar al grupo de hombres que se reunían al amparo de la masonería y, con el tiempo y en boca de los ajenos a la Fraternidad, se tornó casi en un término peyorativo para referirse a un grupo de conspiradores o de marginales. Con relación a esto hilvanaré una serie de especulaciones. Sabemos que el primero en distinguir el espíritu del alma fue Aristóteles. Sabemos también que lo vinculó con el aire. Es decir que, para acceder a determinado espíritu siempre siguiendo la idea aristotélica, era menester inspirarlo. No en términos metafísicos, sino psicológicos, un espíritu es una idea, más precisamente una idea directriz, un plan o un esquema que uno o varios hombres pueden seguir; se dice de ellos, por ejemplo, que están guiados por tal o cual espíritu y metafóricamente esto está bien dicho. Ahora, si volvemos a la idea aristotélica, bien podríamos decir que ese grupo de hombres que son guiados por un espíritu lo aspiran; y esto también siempre en términos casi poéticos o simbólicos estaría bien dicho. Uniendo estas premisas puede decirse que, cuando varios hombres aspiran un mismo espíritu, conspiran. Los masones son conspiradores y esto, claro está, no tiene nada de malo.
En otro sentido, René Guénon le asigna a la palabra logia una raíz sánscrita que la vincula al término loka, que significa cosmos. Otros autores, en cambio, la relacionan con el logos gnóstico.


7. El regreso a los templos

Se sabe que las primeras logias especulativas inglesas se reunían en tabernas. Ahora, ¿cómo se pasó de la taberna al templo? O tal vez habría que preguntarse por qué se volvió al templo. Y así la respuesta quizá sea obvia: los masones siempre trabajaron en templos, dentro de ellos, construyéndolos desde sus cimientos.
Y sobre los cimientos de los templos se puede contar algo. Se han encontrado esqueletos debajo de muchos templos de la antigüedad. Esto, cuentan los arqueólogos, se debe a que solía sacrificarse un esclavo debajo de los cimientos de los templos con el objeto de que ese espíritu vivificara la construcción. La primera piedra en colocarse era la que señalaba el ángulo noreste de los cimientos y, a partir de ella, se tomaban las medidas de la planta de lo que sería el futuro edificio. La piedra en cuestión recibía el nombre de piedra angular y no debía ser tallada, sino mantenida en su estado natural.
Retomando, quedó claro entonces que no debe extrañar que los masones trabajen en templos, que esto no posee ninguna connotación religiosa en el presente. Los masones en sus orígenes ya trabajaban en templos y evidentemente dejaron de hacerlo, de manera temporaria, cuando abandonaron su faceta operativa. Mas luego retornaron simbólicamente al lugar de trabajo de sus ancestros. Por otra parte, las connotaciones religiosas, acaso, no deberían desecharse tan a la ligera. No debe uno olvidar que la mayoría de los rituales de la masonería moderna contienen un mensaje deísta. El deísmo es la corriente que admite la existencia de un dios, existencia a la que uno llega mediante el uso de la razón. El teísmo, en cambio, también afirma la existencia de dios, mas su justificación se apoya en el dogma o en la revelación.
La noción o idea de dios en la masonería se expresa a través del símbolo del Gran Arquitecto del Universo. Ya Kepler y Newton se extasiaban ante el orden del universo que descubrían y que, según ellos, implicaba que alguien lo había establecido. Los masones ingleses poseen una definición para esto, que a mí me gusta mucho. Dicen de él que es el concepto en el que todos acuerdan; ellos utilizan la palabra inglesa agree, que significa acuerdo. Esto me resulta simpático. Es algo así como una idea democrática de dios. Todos los hombres, parece, han acordado y votado la existencia de un Gran Arquitecto y eso hace que este exista. Ahora bien, paradójicamente, si ha habido a lo largo de la historia de la masonería un tema de debate, una piedra de disenso y división entre los hermanos, es la idea de dios. Gran parte de la masonería francesa es decididamente atea y ni siquiera acuerda en la idea o concepto de Gran Arquitecto. Otras logias del mundo, en tanto, colocan la Biblia al centro de la logia como una de sus luces. No obstante, el libro en cuestión no es referido entre los masones como Biblia, sino como El Libro de la Ley Sagrada, con lo cual estamos hablando de un símbolo y la ley aludida bien puede ser la mosaica o cualquier otra.
En otro sentido, la apertura del libro puede tomarse como la exhibición de un punto de acuerdo de las tres religiones monoteístas. No obstante, algunos historiadores afirman que la tradición de exhibir una Biblia durante las reuniones obedece a que se temían incursiones sorpresivas de la Inquisición. Los masones muchas veces fueron acusados de adorar al demonio.
En otro orden, deberá recordarse que en la Biblia se hallan los planos del templo de Salomón, sus medidas y descripción.
También hay que tener en cuenta que en Occidente y esto se lo debemos a las religiones hemos heredado una especie de culto hacia algunos libros que se consideran sagrados. Y este culto ha sido llevado al extremo. Su condición hace a estos libros intocables. Son, en sí mismos, una especie de dogma gigante. Y cuando digo que son intocables, quiero decir que no admiten la más mínima interrogación. Uno debe atenerse estricta y literalmente a su letra o a alguna interpretación que también es sagrada y, por lo tanto, también intocable, también dogmática.
Dice J. L. Borges: No hay textos absolutos, en todo caso los textos humanos no lo son. ¿Cómo suponer una grieta, un desfallecimiento, en un texto redactado por el Espíritu Santo? Eso es realmente imposible; todo en un texto sagrado debería ser fatal. Creer que el Espíritu Santo ha condescendido a la literatura para escribir la Biblia, que una inteligencia infinita ha condescendido a la humana tarea de redactar un libro, es tan increíble como pensar que Dios condescendió a ser hombre”.
El Cantar de los Cantares es claramente una poesía, pero sagrada. Esto nos obliga a tomar todas sus palabras y versos literalmente. ¿Qué pasaría si se hiciera lo mismo con toda la poesía escrita? Los hombres creerían entonces que, cuando llueve, es porque “el cielo llora”.
Un libro es muchas veces un instrumento para justificar, defender, combatir, exponer o historiar una doctrina.
En la antigüedad se pensaba que un libro era solamente un sucedáneo de la palabra oral, que era imposible abarcar todo un tema en un solo texto y que este únicamente constituía una suerte de ayuda para una enseñanza oral. Pitágoras no dejó una línea escrita; se conjetura que no quería atarse a un texto. Deseaba que su pensamiento siguiera viviendo y ramificándose en la mente de sus discípulos.
Oswald Spengler señala que el prototipo del libro mágico es el Corán. Para los musulmanes no se lo puede estudiar ni histórica ni filológicamente, es anterior a la lengua árabe y al universo. Ni siquiera es una obra de Dios, es algo más íntimo y misterioso. El Corán es un atributo de Dios, como Su ira, Su misericordia o Su justicia. En el mismo Corán se habla de un libro misterioso, la madre del libro, que es el arquetipo celestial del Corán, que está en el cielo y es venerado por los ángeles.
Existe un gracioso adagio literario: la verdad es escasa; si los autores se restringieran a ella, casi no habría libros.
No deberá pensarse que pretendo impugnar la lectura o abolir los libros, todo lo contrario; qué sería de nosotros sin ellos. Lejos está también de mí el atacar la fe que muchos poseen en los libros sagrados.
Los libros son indispensables, pero el cuestionamiento de su contenido, también. En términos de la Biblia: la letra mata, el espíritu vivifica. Esto no es tan cierto.
Más allá de lo expuesto, quiero decir que, tal vez, la presencia de la Biblia en las logias masónicas no deba tomarse sólo como una referencia estrictamente religiosa.


8. El templo de Salomón

Es el momento de preguntarse: ¿por qué la masonería tomó como modelo el templo de Salomón?
Ya Flavio Josefo y Filón están de acuerdo en mostrar al templo de Salomón como representación del cosmos. Filón, incluso, describe elementos de su interior y con ellos justifica su apreciación. Del candelabro de siete brazos afirma que cada brazo representa un planeta; la mesa, la acción de gracias; los doce panes, los meses del año. Antiguos documentos masónicos ingleses mencionan el templo de Salomón. El manuscrito Cook (circa 1420) hace mención del templo y también de un personaje muy interesante: Beda el Venerable, un monje benedictino que fue el impulsor de la tradición hebrea en Inglaterra y en el norte de Europa. Escribió un texto fundamental sobre el templo de Jerusalén. No debe desprenderse de esto que Beda fuera masón o que escribiera particularmente para los gremios. La obra de Beda resulta de capital importancia en la exégesis bíblica y en la adopción del templo de Salomón como modelo alegórico de la construcción del Universo. El templo salomónico era el ideal para aquellos que tenía la responsabilidad de edificar la arquitectura sagrada del Nuevo Imperio. Prueba de esto son las dimensiones cuadradas y doblemente cuadradas, tan bien explicadas en la Biblia al referirse al templo de Salomón, que pueden verificarse en numerosas iglesias románicas.
Probablemente, es así como ya los antiguos gremios tuvieran a modo de guía espiritual al templo de Salomón y quizá fuese de esta manera como la masonería actual heredó este esquema. Así y todo, no debe perderse de vista que un templo refleja siempre la cosmovisión o la concepción del universo que alcanza una cultura. Los templos griegos tenían una estructura abierta (eran, por lo general un techo sostenido por una columnata), en tanto que el de Salomón mostraba una disposición cerrada y tripartita. Representó en su tiempo el establecimiento de un pueblo que hasta ese momento había errado por el Levante brindándole a su dios el mismo tipo de vivienda que ellos conocían y utilizaban, una tienda. La construcción en piedra, madera y metales simbolizó para el pueblo elegido un definitivo avance sociocultural. Salomón es también un símbolo de civilización. Así como Moisés enmarcó en su decálogo normas de convivencia básicas y rudimentarias para una tribu nómada y casi salvaje, Salomón en su función como juez empleó y desarrolló un tipo de justicia más específico y moderno. Otro aspecto que debe tenerse en cuenta en la inclusión del templo de Salomón en la simbología masónica es el político. Sin duda, quienes crearon el esquema moderno de la masonería sabían que el relato de la construcción del templo se encuentra en el Viejo Testamento y este libro es aquel en el que coinciden las tres grandes religiones monoteístas. Quiero decir que la adopción de símbolos universales permitiría facilitar y allanar cualquier tipo de conflicto moral y religioso dentro de la Institución. No obstante, no debe confundirse esto con impulsar un sistema general de religiones sincréticas. La tolerancia religiosa es política y prudente, no una expresión de creencias. 


9. Las cámaras secretas del templo

Volviendo al simbolismo del cielo abierto, hay quienes afirman que a lo que hace referencia es a que quienes ingresan a un templo masónico no saben que todavía no lo han hecho en realidad. El templo de Salomón contaba con tres partes. La exterior o pórtico era una especie de patio a cielo abierto donde se erigían las conocidas columnas de bronce. Trasponiendo las puertas se llegaba al Santo o ambiente central del interior del edificio. Y, finalmente, a continuación, el Santo de los Santos, que era un recinto más pequeño donde se guardaba el Arca de la Alianza junto con otros objetos de valor, tales como la piedra de Bet-el y las Tablas de la Ley. A este recinto sólo podía acceder el sumo sacerdote. Quienes defienden esta teoría sostienen que el templo masónico sólo representa simbólicamente al pórtico antes mencionado. De ahí la presencia de las columnas de bronce. Ateniéndose a esta hipótesis, uno podría suponer que en un templo masónico existen otras dependencias a las que ni los profanos ni, tal vez, todos los masones pueden acceder. Acaso esos otros recintos no sean reales, sino simbólicos. De hecho, y ya lo he señalado, se menciona en la mitología masónica la existencia de un Oriente eterno, zona que se ubica, según la tradición, más allá del Oriente del templo simbólico. (Debo aclarar en este punto que dentro del templo la ubicación espacial de sus elementos se realiza con referencia a los puntos cardinales.) Así, el Venerable Maestro de la logia se ubica al Oriente y el Primer Vigilante lo hace al Occidente. El Oriente eterno es una figura que ni siquiera la masonería se preocupa mucho por describir. Cuando muere un masón, sus hermanos afirman que pasó al Oriente eterno. Esto podría ser tomado como una concepción religiosa, como el establecimiento de una doctrina que aceptara la vida después de la muerte. La misma Institución desacredita estas especulaciones. En ocasión de las tenidas fúnebres, que son ceremonias que los masones realizan cuando un miembro de la fraternidad fallece, la liturgia refiere que ya no existen posibilidades de tomar contacto con él nuevamente. Que el hermano está viajando por el Oriente eterno, entre valles oscuros y desconocidoses decir, por una especie de limbo indefinido y que ya no volverá. Resumiendo, sobre lo que ocurre después de la muerte, la masonería no adopta ninguna de las versiones existentes; simplemente no opina. Sin perjuicio de lo dicho, conviene rescatar un detalle que ya he mencionado. El Venerable Maestro de la logia, que ocupa, como dije, un sitial al oriente, porta una espada flamígera. Y esto me recuerda el episodio de la expulsión de Adán y Eva. En él, una vez efectuada la condena, Yahvé coloca un querubín con una espada flamígera para custodiar la entrada al Paraíso, para evitar el retorno de los hombres. Esto puede o no tener relación (las espadas flamígeras poseen muchos otros simbolismos), pero no puede negarse que es una situación similar. O, tal vez, la masonería sí posee una idea de lo que ocurre después de la muerte, mas no la confiesa.


martes, 6 de septiembre de 2011

El pensamiento libre

El ser humano aprende en la medida en que participa en el descubrimiento. Debe brindársele la libertad para opinar, para ensayar métodos y caminos, para explorar y hasta para equivocarse.
Un masòn no se caracterizará por no cometer errores, sino por que estará dispuesto a rectificar los cometidos; los hombres que no cometen errores o que tienen todo definitivamente resuelto son los dogmáticos.
Los masones abominamos del dogmatismo, pero a la hora de tratar con un dogma se deberá tener en cuenta un peligro que consiste en alinearse detrás de otro dogma para combatir el primero. No obstante, nuestro espíritu de libertad está abierto a todas las posibilidades, incluyendo los dogmas. Después de todo, somos hombres de carne y hueso y no estamos desposeídos de los vicios de los demás mortales; sólo intentamos un mayor dominio de la inteligencia, la práctica de la virtud y más espíritu crítico; pero esto sólo constituye una diferencia de grado no de esencia. 
El hombre que decida pensar libremente, por lo general, estará, al principio, solo con sus ideas. Deberá poseer un valor herético, casi demencial. La vida del espíritu es un diálogo en el que la verdad va saliendo tortuosamente en una larga y complicada contraposición de opiniones, algo así como una continua tempestad de antinomias. La existencia es una conquista y su ritmo propio es la crisis. Las oportunidades de encontrar poderes más profundos dentro de nosotros aparecen cuando todo parece más difícil.
Todo paso adelante en la senda del conocimiento es fruto de un acto de valor, de dureza contra sí mismo y de propia depuración. 
Finalmente, y esto no es un consejo sino una esperanza: Creo que la masonería ofrece un saber y una cultura que son al mismo tiempo una tradición y una renovación, de tal modo que una vez aprendida la primera, el masòn podrà convertirse en un renovador.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Haber escrito


Haber escrito

En el libro "Ser Escritor" de Abelardo Castillo leo lo siguiente: "Puedo decir que asistí a un solo taller literario y que duró alrededor de cinco minutos. Yo tenía dieciséis años, había escrito un cuento muy largo llamado el "Último Poeta" y consideraba que era, naturalmente, extraordinario. Se lo fui a leer una tarde a un viejo profesor que vivía en las barrancas de San Pedro. Bosio Arnaes se llamaba. Leía una cantidad de idiomas. La penúltima vez que lo vi, estaba casi ciego, pero se había puesto a estudiar ruso para leer a Dostoievski en su idioma. Eso la penúltima vez. La última vez, estaba leyendo a Dostoievski con una lupa del tamaño de una ensaladera.
Como dije, fui a su casa y comencé a leer mi cuento que empezaba con estas palabras: Por el sendero venía avanzando el viejecillo... Y ahí terminó todo.
Bosio Arnaes me interrumpió y me preguntó: ¿Por qué sendero y no camino?, ¿por qué avanzando y no caminando?, en el caso que dejáramos la palabra sendero, ¿por qué el viejecillo y no un viejecillo?, ya que aún no conocíamos al personaje; ¿por qué viejecillo y no viejecito, viejito, anciano, o simplemente viejo? Y, sobre todo ¿por qué no había escrito sencillamente que el viejecillo venía avanzando por el sendero que es el orden lógico de la frase?
Lo único que atiné a decir fue: Bueno, señor, porque ese es mi estilo.
Bosio Arnaes, mirándome como un lechuzón me respondió: Antes de tener estilo hay que aprender a escribir."
Yo digo: a mí me pasó algo parecido. Estuve tres años escribiendo una novela (se llamaba El Reino de la Serpiente) que, como Castillo, me parecía excepcional. Era, o mejor dicho, es, porque todavía circulan algunas fotocopias, algo parecido al Código Da Vinci (Aún hoy, después de casi diez años, creo que es mejor que el codigo Da Vinci). La presenté en varios concursos literarios: nunca recibí ni siquiera la noticia de su destino que, supongo, fue siempre el de los incineradores. Fui entonces a leérsela a Marcelo Caruso, un escritor reconocido ganador de muchos premios, entre ellos el Fortabat; para que me señalase los posibles errores de mi texto.
Mi novela empezaba con estas palabras: "Era una cálida tarde de primavera...."
Ni bien terminé la frase, Caruso, como Bosio Arnaes, me interrumpió levantando su mano. Y, con la mano en alto, se paró, fue hasta su biblioteca y extrajo un libro chiquito, de tapas rojas. Lo abrió y leyó lo siguiente: Nunca debe comenzarse un texto con la frase: "Era una cálida tarde de primavera".
Quedé atónito. Sospeché que se trataba de una broma de mal gusto o de alguna clase de conspiración contra la publicación de mi novela. De mala manera le pedí el libro para constatar con mis propios ojos la devastadora sentencia. No era una broma. La afirmación era tan lacónica como inapelable. Mi incredulidad inicial tornó en un sentimiento mezcla de ira y de angustia. No puede ser, pensé; si la primera frase está mal qué me espera para las cuatrocientas páginas restantes.
Igual que Castillo, reaccioné. Bueno, pero este del librito, quién es, o qué escribió este para dar semejantes concejos.
Leé la tapa, respondió Caruso.
El título era Los trucks del Perfecto Cuentista, el autor: Horacio Quiroga.
Tomé aire y le pregunté si podíamos avanzar un poco más sobre mi trabajo. Tal vez -le dije-, es sólo un pequeño detalle. No lo fue. En cada una de las pocas páginas que revisamos había por lo menos seis o siete u ocho o veinte errores de todo tipo. Finalmente me aconsejó que lo mejor sería escribir nuevamente la totalidad del texto despojándolo de los lugares comunes y, de paso, cambiar el tono, la persona en que estaba redactada la historia y parte de la trama. Yo no estaba dispuesto a realizar semejante tarea, pero tampoco a darme por vencido.
Le pedí a Caruso que me instruyera. Argumentó inicialmente una serie de cuestiones que se lo impedían, supongo que sabía que la cosa no iba a ser fácil. No por mi carácter, o sí por mi carácter; pero seguro porque mi ignorancia literaria y no solamente literaria era enciclopédica y convertiría la tarea en algo absolutamente quimérico. De todos modos, lo convencí. Empecé así el taller literario aceptando un trato que imponía de mi parte la creación de un texto cada semana. Dicho escrito era desmenuzado meticulosamente y criticado hasta el escarnio. Una vez finalizada esta práctica comenzaba la segunda parte de la clase que consistía en la selección de textos de grandes autores en los que misteriosamente, como guiado por algún espíritu maléfico, Caruso hallaba situaciones, escenas, diálogos, descripciones, comienzos, desarrollos o finales similares a los que yo había intentado crear y que, comparándolos, dejaban los míos a la altura de un garabato trazado por un simio primitivo. Vanos fueron siempre mis esfuerzos por defender mis ideas o mis oraciones, Borges, Sábato, Roberto Arlt, Salinger, Dostoievki, Gógol, u otros autores desconocidos para mí, las habían construido mejor; más netas, más exactas, con mayor precisión, con mucha más belleza o naturalidad o sentido estético o lo que fuere, y lo peor de todo era que lo habían hecho antes.
La cosa no fue fácil. Corregir encarnizadamente un texto no es una tarea retórica o estilística, afirmaba Caruso, es un trabajo espiritual de rectificación de uno mismo.
Por esos días, encontré un artículo que Sarmiento escribió para El Mercurio en 1842.
Decía lo siguiente: "...y en lugar de ocuparos de las formas, de la pureza de las palabras, de lo redondeado de las frases, de lo que dijo Cervantes o Fray Luis de León, adquirid ideas de donde quiera que vengan, nutrid vuestro espíritu con las manifestaciones del pensamiento de los grandes luminares de la época; y cuando sintáis que vuestro pensamiento a su vez se despierta, echad miradas observadoras sobre vuestra patria, sobre el pueblo, las costumbres, las instituciones, las necesidades actuales, y en seguida escribid con amor, con corazón, lo que se os alcance, lo que se os antoje, que eso será bueno en el fondo, aunque la forma sea incorrecta; será apasionado aunque a veces inexacto; agradará al lector, aunque rabie a Garcilaso. No se parecerá a lo de nadie; pero buen o malo, será vuestro, nadie os lo disputará. Entonces habrá prosa, habrá poesía, habrá defectos, habrá bellezas..."
Creí haber encontrado un patrocinio irrefutable, algo así como la piedra filosofal. Y si bien mi piedra no servía para transmutar el plomo en oro, decía claramente que Caruso estaba equivocado. 
Empecé entonces a escribir con furia, o peor dicho, impelido y guiado por sentimientos que nada tienen que ver con la razón. Como en una primavera diabólica, los errores reverdecieron en mis textos semanales.
Caruso volvió a exhumar de su biblioteca el texto de Quiroga. Consejo número dos -me leyó-, no escribas bajo el imperio de la emoción, déjala morir y evócala luego.
Gracias a ésta y a las otras lecturas seleccionadas por mi instructor, ocurrió en mí una extraña alteración. Comencé (no me pregunten ni cómo, ni porqué) a disfrutar de la literatura y a dejar de combatirla. Así vi, porque se ve, la raya del culo del hombre que vio a la partera mientras ahorcaba a otro de los personajes de los Siete Locos. Me conmoví al punto de pedirle que se detuviera cuando me leyó la forma en que una familia francesa mata a una vaca para comérsela en un cuento de no recuerdo qué autor inglés. Lloré de risa con fragmentos del Quijote y con el Fideo más largo del mundo de Bernardo Jobson. Me deleité con Borges, que en las Ruinas Circulares compara el rojo de un atardecer con el paladar de los tigres; mientras yo lo había hecho con la cursilería común de un trapo ensangrentado. Sentí el frío y la desolación de una noche rusa en un cuento de Chéjov en el que un cochero debe narrarle, por su soledad, a un caballo, la muerte de su hijo.
No obstante, un día, y como una fatal contradicción, me advirtió: Cuidado con Bioy, Kafka, Proust, Joyce. Cuidado con esas prosas deslumbrantes o esos universos demasiado intensos. Esa gente no escribía así: era así.
Semana tras semana la mecánica se repetía y después de innumerables peleas me di cuenta de que tenía tres alternativas. La primera era matar a Caruso, quemar su biblioteca y así terminar con su malévola erudición. La segunda era empezar a leer a esos autores que escribían mejor que yo: única forma, según mi instructor, de aprender a escribir. Y la tercera: abandonar el taller y la literatura.
Después de meditar sobre mis posibilidades descubrí, como en un proceso iniciático, que lamentablemente no habitaba en mi interior la personalidad de un asesino. Además, y esto ya lo sabía, que soy perseverante, que es casi lo mismo que ser terco pero en un sentido positivo. Estos dos descubrimientos me dejaron una sola posibilidad: empezar a leer para descubrir cómo hicieron o cómo hacen los que saben hacerlo.
Recuerdo que en una ocasión le pregunté si todos los escritores pasaban por este proceso. Me respondió: Se puede o no corregir un texto. Tolstoi escribió siete veces La guerra y la paz, Stendhal terminó La Cartuja de Parma en cincuenta y dos días. El único problema es cómo se las arregla uno para ser Tolstoi o Stendhal.
En otro orden, supe además, que no todos los textos constituyen lo que conocemos como literatura. Para la hermética logia de los escritores (logia que integraba Caruso), un best seller, por ejemplo, no es literatura, es sólo un libro que se vende. Se desprende de esto que quien escribe un best seller no es un escritor sino un simple comerciante. La literatura es un arte, dicen, y la gente común, por lo general, no aprecia el arte, por lo tanto -y siempre según la élite de los escritores-, no compra los libros de literatura, solo lee best sellers. De este modo, para ser bueno, un libro no debe venderse demasiado y la dificultad para escribirlo no consiste solamente en crear y contar una historia, o en exponer ideas respetando reglas sintácticas o de sentido común o de buen gusto, sino en introducirse y captar las diluidas, sutiles y ambiguas pautas de un arte. Y no sólo eso: exponerse después al juicio de quienes determinan, crean y modifican constantemente las diluidas, sutiles y ambiguas pautas de un arte.
A esta altura, un lector suspicaz ya habrá conjeturado lo siguiente: no hace falta ser un artista ni pasar por la tortura del método didáctico empleado por Caruso para escribir una carta o componer un texto que transmita ideas o descubrimientos científicos o que simplemente relate una situación determinada. Es cierto. Pero no menos cierto es que también existen algunos libros o artículos que por cortesía calificamos de profundos, o de áridos, o de complejos o de lo que sea cuando en realidad son decididamente aburridos, insoportables, más extendidos que extensos; y esto no tiene que ver ni con el género ni con la temática, sino con que aun grandes mentes de la ciencia o de otros campos del conocimiento, no tuvieron la gentileza de intentar al menos una práctica literaria. Pero generalizar no es un buen consejo. Un día cayeron en mis manos los dos tomos de la Historia de la Filosofía Occidental de Russell, obra por la que el autor obtuvo el premio Nobel de Literatura. Pude leer y comprender todas las vidas y todas las ideas de los filósofos de esta parte del mundo sin ninguna dificultad y con gran placer. Pero al llegar casi al final, cuando se describen los principios y conceptos de la filosofía matemática, mi atribulado cerebrito dijo basta. No fueron suficientes ni la claridad, ni la precisión, ni el tono ameno utilizado por el autor; fui incapaz de comprender lo que me quería decir. Pero esto es harina de otra bolsa, quiero decir que, a veces, el tema puede exceder nuestra capacidad de comprensión. No obstante, y como decía Borges, los libros tienen una virtud, la de esperarnos en nuestras bibliotecas. Tengo esperándome, además del fragmento de filosofía matemática de Russell, los dos tomos de La Decadencia de Occidente del Oswald Spengler, obra que siempre me venció en el primer capítulo. Algún día, tal vez la pueda disfrutar junto a otras que también siguen esperando en los empolvados anaqueles de mi biblioteca.
Más allá de lo expuesto, se puede convenir en que existen básicamente tres tipos de lenguajes. El formal, el técnico y el coloquial. No sería muy aconsejable redactar una tesis doctoral sobre la reproducción de las almejas en las costas africanas prescindiendo de terminología científica o empleando imágenes poéticas. Hace poco, junto al Dr. Villella, asistí a un congreso de medicina. Los expositores (médicos, naturalmente) leían sus trabajos científicos redactados en terminología científica (a veces, en exagerada terminología científica) con una solemne circunspección, en voz grave lenta y pastosa como si todo eso agregara algo de importancia al tratamiento de la amigdalitis. No creo que ninguno haya conseguido su propósito, que debería ser el de difundir sus descubrimientos o experiencias en el tratamiento de la amigdalitis. Sí, en cambio, alcanzaron otros objetivos: dispersar la atención del auditorio, no concitar en ningún momento el interés, confundir y, sobre todo, adormecer, sin utilizar ningún tipo de narcótico que no fuera el de sus propias palabras, a todo los presentes. Me dirán: bueno, son médicos, no comunicadores. Responderé: eso no los exonera. Cuando se escribe para convencer sobre las bondades del tratamiento de la amigdalitis, la elocuencia es un deber moral. La mayor verdad del mundo, mal dicha, puede parecer una estupidez. Por ejemplo, uno puede decir que una flor es más bonita que un rey; o puede decir: “Mirad los lirios del campo, ni Salomón, en toda su grandeza...” etc. Si lo que se quiere es propagar el Cristianismo, la segunda versión es la correcta. Además, y si como dije, no es aconsejable un lenguaje coloquial en cuestiones formales o científicas, no quiere decir esto que uno deba perder frescura o espontaneidad; sobre todo si se trata de un texto que será leído en voz alta frente a un auditorio. Pero cuidado con el humor, la ironía o los chistes. Yo no puedo erradicarlos de mis páginas y esto no es ninguna virtud. Sé que una palabra puede estropear un texto; pero escribir como se quiere es destreza. Escribir lo que se debe, probidad. Pero el más grande y el peor de los escritores se parecen en una sola cosa: escriben como y lo que pueden.
Conozco algunos escritores o personas que simplemente escriben y que cuando les digo que no logro entender sus textos me imputan chatura cultural, ignorancia o incapacidad de participar en su obra. Otros más inteligentes alegan vanguardismo. No les creo ni a unos ni a otros. Si bien, por lo aludido, se puede leer sin comprender lo que se está leyendo; lo que sucede generalmente no es una cuestión de diferencia intelectual, sino un problema de impericia. Por más que suene cacofónico, si lo que viene del río es un viento frío; resulta un horror decir: un movimiento gaseoso de baja temperatura se desplazaba desde una corriente fluvial. Con frecuencia, al comunicarnos por escrito con nuestros semejantes tendemos, usted, lector, y yo (vaya uno a saber por qué tipo de influencia nociva) a expresar pequeñas cosas con grandes o con demasiadas palabras; cuando los ejemplos del sentido común exigen exactamente lo contrario. Debe tenerse en cuenta que la gente, en general, tiene cara, no rostro; no asciende las escaleras, sube por ellas. No penetra a las recámaras, entra a los dormitorios. Si lo que viene al galope es un jinete no hace falta el caballo. Conviene evitar los ventanales y sobre todo los grandes ventanales. Dicho sea de paso, las ventanas no son de cristal: son de vidrio. Lo mismo, los vasos. Debe describirse sólo lo esencial. La posición de un pie, en casi todos los casos, es más importante que el color de los zapatos.
En mi caso, y en otro orden, solía enamorarme de algunas palabras. Escuchaba un día de boca de un abogado la palabra “consuetudinario” y, como contaminados por un virus informático, todos mis textos y todo en ellos tornábase consuetudinario. Al tiempo venía el Dr. Villella y hablaba de un “panegírico” (término que seguramente escuchó en algún congreso y no se qué significa) y esa palabra aparecía innumerables veces en mis páginas. Leía a Borges y cualquier suceso se volvía baladí. Si recorría a Sábato, en cambio, la fatalidad del destino torturaba a mis personajes o ideas.
La cantidad de palabras que atesoremos para expresarnos, si bien es importante, no es definitiva. Podemos llegar a acumular cien o doscientas mil palabras, pero encontraremos que el ideal consiste en expresarse con diez o veinte. No obstante, más significativo que la riqueza del lenguaje, es su poderío. Hay quienes se arreglan con un vocabulario restringido del que sacan matices y partido por la maestría en la colocación. Como en el ajedrez, una palabra no vale por si sola sino por su posición relativa, por la estructura total de la que forma parte.
Las metáforas, como recurso, son eficientes en la medida en que se alejan del objeto al que aluden. La más cercana, es la no metáfora. Decir que el pájaro es como el pájaro es, desde luego, una proposición correctísima, hasta el punto que es inservible.
Lo que dice Borges sobre los sinónimos es verdad: no existen. Can no es lo mismo que perro, ni la palabra “ramera” tiene la dignidad de la palabra “puta“. Aun así, un buen diccionario de sinónimos es recomendable. Uno quiere escribir: habló en voz baja. Como eso no le gusta lo reemplaza por “voz queda” que es espantoso. Hojea el diccionario de sinónimos al azar y en cualquier parte encuentra la palabra “pálida“. Entonces escribe habló con “voz pálida“, lo que no está mal.
Adjetivar en orden decreciente es un error: Era una montaña titánica, enorme, alta. Si uno no se da cuenta por qué, el problema es grave. Sobre esto, Quiroga dice también que: inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil.
Finalmente, no debe uno tampoco exhibir demasiadas ideas nuevas, porque para los jueces de la literatura son ideas peligrosas. Si fueran honrados deberían decir peligrosas para mí. Bien mirado, una idea nueva es rarísima y es la respuesta de la inteligencia a una necesidad humana nueva, de ahí que las llamadas ideas peligrosas sean las únicas ideas necesarias. Lo realmente peligroso son las viejas ideas. Tienen la inmovilidad y la fascinación de la muerte. Claro está que el que corre verdadero peligro cuando aparece en el mundo una idea nueva es su inventor.
Bien, como ya se habrá notado, esfuerzo, pasión y dolor no garantizan nada. Cuesta tanto trabajo escribir un buen artículo como uno inservible. Con las mejores intenciones se escriben malos textos, con las peores también. Lo que pocos saben –y no estoy entre ellos-, es cómo se escriben los buenos.


jueves, 1 de septiembre de 2011

La madre de Dios




La madre de los dioses


Sería muy difícil relatar cómo se han transformado mis convicciones, más aun no siendo ello, probablemente, muy interesante.
Dostoievsky, El diario de un escritor.

No voy a definir la Masonería. El debate sería enriquecedor, sí; pero interminable. Diré, a cambio –y en esto no existen demasiadas versiones-, que la Masonería transmite su ideario de una forma particular: a través de símbolos. De su interpretación se trata una parte del trabajo masónico. Así lo entendí hace once años cuando ingresé a la Orden.
Con esa convicción, me dediqué, entonces, al estudio de los símbolos. No conforme con ello y llevado por mis inquietudes literarias me aboqué -diría Borges-, a la tarea de crear una ficción (una suerte de relato policial o psicológico) en el que el protagonista, para salvar su vida, debía descifrar unos antiquísimos documentos secretos expresados en forma de símbolos. El texto que obtuve llevó por título: El Reino de la Serpiente. Demandó una investigación que duró tres años y ocupó unas cuatrocientas cincuenta páginas tamaño oficio. El resultado fue importantísimo y excepcional. Importantísimo para mí, por supuesto, por el volumen de información que recopilé sobre simbolismo y mitología. Y también, como dije, fue excepcional porque sólo con la excepción de unos pocos hermanos -a quienes todavía les agradezco semejante molestia-nadie más leyó mi libro. En realidad no puedo culpar a nadie por no prestar atención a mi trabajo, confieso que el género policial no era mi fuerte; bueno, a decir verdad ningún género lo es. No dejé escapar de mis páginas ningún lugar común, casi ningún error y mucho menos un cúmulo insoportable de datos sobre historia, mitología y otras ciencias decididamente aburridas para la mayoría de las personas. No obstante, alegaré algo en defensa de mi obra, los datos que en ella volqué, son producto de autores serios (Freud, Campbell, Jung, Frazer, Eliade, Shlain y otros) y de experiencias adquiridas en viajes realizados a tal fin.
He aquí un brevísimo resumen de mi investigación.
Empezaré por el principio: definiré “símbolo” en el sentido que será utilizado.
Dice C. G. Jung que: “un símbolo es una imagen arquetípica producida espontáneamente a partir de una fuente común y que aparece de manera universal tanto en sueños, como en mitos y rituales”.
Sobre el mismo tema, J. Campbell agrega: “la materia del mito es la materia de nuestra vida, la de nuestro cuerpo y de nuestro ambiente. La mitología y sus símbolos son coetáneos de la humanidad y nos hablan de la unidad de nuestra especie. El reconocimiento de la mortalidad y la trascendencia de un orden natural y social es primer gran impulso hacia la mitología.”
La serpiente es un magnífico símbolo de estas ideas. Pero debe tenerse en cuenta que la interpretación de un símbolo varía según su combinación con el territorio, con la cosmogonía y con la tradición de la cultura en la que se expresa. Por ejemplo: en occidente, el color blanco, simboliza la pureza, en Japón: la muerte. Además, depende también del tipo de análisis que uno se proponga. La interpretación de un psicólogo diferirá de la de un antropólogo, acaso no en lo esencial mas sí en el enfoque. No es mi intención ahora repetir los mismos errores, es decir: las cuatrocientas cincuenta carillas, sino brindar brevemente distintos puntos de vista desde algunas disciplinas y en algunas civilizaciones.
La serpiente es quizá uno de los símbolos más universales y más ricos. Adopta cualidades duales en oriente, maléficas en el mundo cristiano y vivificantes en otras culturas. No obstante, el vínculo de la serpiente con la sabiduría, con la luna, con la oscuridad, con el agua y con la muerte y resurrección, es común a muchas culturas. La luna muere y renace cambiando su sombra; la serpiente, hace lo mismo cuando muda su piel. Esta referencia al ciclo lunar ineludiblemente conecta a la serpiente con el ciclo femenino y con el agua. La sombra cambiante de la luna, la muda de piel de la serpiente y el periodo femenino constituyen un ciclo en el que la vida se nutre de sí misma en la sucesión: nacimiento-muerte. La representación más clara de esta idea la conocemos muy bien, es el euroboro, la serpiente que se muerde la cola, que se devora a sí misma, que se nutre de sí misma. Este ciclo puede también reducirse a una sola palabra: tiempo. Así, la serpiente es también el Señor de la muerte y de la vida y del tiempo. Su vínculo con lo femenino la emparenta definitivamente con la Gran Diosa Madre Tierra. Y es tributo de casi todas las diosas del neolítico. Pero el euroboro, relaciona también a la serpiente con la figura geométrica del círculo. En términos simbólicos, el círculo nos habla de la noción de la totalidad. 
En Egipto, a principios del periodo dinástico 3100 a.c., nos encontramos con dos deidades femeninas primigenias: Nekbet la diosa buitre y Uadjet la serpiente diosa cobra. Ambas crearon el mundo y todas sus criaturas. Tan asociadas estaban las serpientes con diosas benéficas entre los egipcios que el jeroglífico de diosa es el mismo que el de serpiente. Pero este vínculo de la serpiente con la Diosa Madre primigenia sellaría su condena cuando las diosas tornáronse en dioses, cuando culturas masculinas tomaron el control. Pero a este tema me dedicaré más adelante. Ahora movámonos a otra   parte del planeta no muy lejana a Egipto, donde el asunto cambia un poco, pero no demasiado. Para los hindúes, los portadores del mundo son, a veces, y según las tradiciones, elefantes, toros, tortugas, cocodrilos, etc. Pero estos animales son sólo substitutos de la serpiente Naagasa. Otra vez la diosa creadora primordial. Así, en sánscrito se usa la misma palabra para decir elefante y serpiente.
En el yoga kundalini, mediante el ejercicio de la meditación y el control respiratorio se pretende activar a una serpiente, la Kundalini; que también es femenina y que está enroscada en la base de la columna vertebral. El objeto de esta activación no es otro que el de que el ofidio, en su recorrido ascendente, despierte unos vórtices llamados chakras que transformarán espiritual y físicamente a quien practique esta técnica. No puede uno dejar de relacionar este simbolismo con algún aspecto de la psicología freudiana y su libido o energía vital.
En Grecia también encontramos serpientes ascendentes y descendentes en los caduceos. Una serpiente sube y otra baja enroscándose en una vara axial. La vara es el eje del mundo, lo inmutable, el nexo entre la tierra y el cielo. Las serpientes en el eje aluden, entre otras cosas, a los solsticios, al sol que muere y renace. La relación entre los caduceos y la medicina puede hallarse en algunos mitos griegos y en la Biblia, cuando durante el éxodo, Moisés hace fundir una serpiente de bronce para proteger a su pueblo de las picaduras de los ofidios.  
Pero volvamos al momento en que culturas masculinas tomaron el control. No existe consenso sobre las causas de esta sustitución de diosas por dioses, pero lo cierto es que, fueran cuales fueran, el simbolismo de la serpiente cambió para siempre. Dioses y héroes de casi todas las mitologías occidentales mataron serpientes para usurpar sabiduría y poder. Enumero: Marduk derrotó a Tiamat que era una serpiente marina, Ptah derrotó a Apófisis, la serpiente terrible. El, un dios cannaneo derrotó a Yam. Baal, otro conocido medioriental, dio muerte a Lotan, otra serpiente marina. Apolo, adquiere el don de la clarividencia al matar a Pitón, Perseo mató a Medusa que si bien era una hechicera tenía serpientes como cabellos. Una serpiente guardaba las manzanas de oro del Jardín de las Hespérides; Hércules tuvo que matarla para robar los tan preciados frutos, fue la única forma de arrancarle sus secretos. Y ahora el más interesante –si es que crímenes a esta escala pueden ser interesantes- en los salmos 74 y 89, los pasajes que expertos bíblicos han determinado como los más antiguos del Antiguo Testamento y en los que se narra un relato anterior al Génesis, Yahvé obtiene su poder al dar muerte a Leviatán, la serpiente. Queda claro que criaturas preexistían a Yahvé, acaso sus parientes, tal vez su madre.
El mito de la creación en el Génesis es conocido. En él, la serpiente encarna al demonio. Muchas son las especulaciones sobre esta personificación maléfica. Que su vínculo con lo femenino, con su forma, que su veneno, que su ondulante forma de desplazamiento, que su hábitat generalmente oscuro y profundo, etc. Todas son posibles. Como dije, en algún momento de la historia hombres (probablemente guerreros) vencieron a pueblos con culturas agrícolas y matriarcales, y decidieron borrar los antecedente de sus tradiciones, sus diosas inclusive. Los Padres de la Iglesia -sobre todo San Agustín que sufría una fuerte aversión hacia lo femenino- también hicieron lo suyo. Pero algún resabio de la Madre de todas las cosas, quedó. Eva, el nombre de la primera mujer, la madre de la humanidad posee muchos significados. En hebreo Haweh (Eva) y Yahweh derivan del verbo hebreo ser. Y Haweh se parece mucho a Hewya que significa serpiente.
Pero el hecho haberse transformado en el demonio y de ofrecer o de traer un mensaje, convirtió a la serpiente en otra cosa, en un mensajero. Génesis 3,1 y 4-5 la serpiente le dice a la mujer: "si coméis de este fruto no moriréis, es que Dios sabe que el día en que comáis se os abrirán los ojos y seréis como él, conocedores del bien y del mal"..
El demonio, también según el mito, comenzó siendo un mensajero. La palabra que usamos para los mensajeros de los dioses es ángel. C.G. Jung desarrolla esta idea en dos de sus libros: Simbología del Espíritu y Aión. Además vincula al término serpiente con serafín (una de las categorías angélicas) y a ofidio, con oficial y con su derivado, oficiante. Esta asociación de las serpientes con los mensajeros se verifica en el otro lado del mundo. En la cultura Maya, la serpiente tiene plumas (vuela) y se llama Kukulcán. Todos los equinoccios, Kukulcan desciende de su palacio para traer los mensajes de lo alto, fecundar la tierra, propiciar la cosecha y asegurar la supervivencia de su pueblo.
Para la psicología que estudia los mitos, los mensajes que traen las serpientes no provienen de ningún cielo, sino de una parte de nuestro psiquismo, el inconsciente. La serpiente es un medio que vincula nuestros instintos primordiales con la conciencia. Es realmente un mensajero, una función del aparato psíquico. Esta asociación con los instintos, con nuestra naturaleza animal es un argumento más que utilizó la religión para despreciar a la serpiente. En la Europa medieval, la serpiente tenía patas, escamas, alas y vomitaba fuego, era el dragón que custodiaba algún secreto u objeto valioso y que había que vencer. Siempre según la psicología jungiana, las escamas aluden al elemento agua; las patas, a la tierra; las alas, al aire y el fuego a sí mismo. El dragón representaba los cuatro elementos que componen la naturaleza y que en el hombre son analogía de sus instintos: aquello que, según las religiones, son su aspecto más abyecto. Para ellas conciencia es igual a luz; instintos, oscuridad. Sol y tinieblas, mejor dicho: sol o tinieblas. En este sentido es más lógico lo que proponen las doctrinas orientales: la integración. Recuerden el euroboro y su sentido de totalidad. Tanto Freud como Jung hablaban de esta integración de la totalidad del psiquismo. Le llamaban: sí mismo. Jung asegura que Cristo es el arquetipo de esta integración y es también la serpiente, un mensajero. Dijo Hipólito: "Nadie puede ser salvo sino por el Hijo, pero éste es la Serpiente, pues como él ha traído los signos del Padre desde lo alto, así conduce esos signos nuevamente de aquí a lo alto...  A partir de esta frase, puede uno comprender otra de las “actividades” de Cristo: el descenso y ascenso a los infiernos. Según antiguas tradiciones cabalísticas desciende a los infiernos no sólo a rescatar almas y a Adán. Lo hace para comunicarle al demonio que el Padre lo había perdonado. Integración.  
Volviendo a la mitología más cercana en el tiempo, nos encontramos con la madre de un rey franco, Clidón, que fue a nadar al mar. Allí resultó ser violada por un extraño ser marino muy parecido a una serpiente. De tal unión nació Meroveo, el primigenio de la dinastía merovingia. La raíz etimológica del nombre Meroveo es un eco de la palabra francesa que significa "madre", y la latina que significa mar. En mitos como este, basaban su ascendencia divina y su derecho al trono algunas dinastías reales.
En la alquimia medieval, la serpiente no podía estar ausente. Como sabemos, los alquimistas pretendían transmutar plomo en oro, entre otras cosas. Para tales fines utilizaban una especie de horno al que llamaban atanor que desembocaba o destilaba sus vapores por un tubo ensortijado que se denominaba “serpentina”. En otro aspecto, un antiguo documento alquímico dice sobre el mercurio filosofal: "Soy el dragón impregnado de veneno, que está en todas partes, y al que fácilmente se puede alcanzar... Te regalo las fuerzas de lo masculino y de lo femenino, así como también las del cielo y de la Tierra... Soy el huevo de la naturaleza... Soy llamado Mercurio por los filósofos; mi consorte es el oro (filosofal); soy el viejo dragón, que se encuentra por doquiera en el globo terrestre, padre y madre, joven y anciano, muy fuerte y muy débil, muerte y resurrección, visible e invisible, duro y blando; bajo a la tierra y subo al cielo, soy lo superior y lo inferior, lo más ligero y lo más pesado; con frecuencia se invierte en mí el orden de la naturaleza, por lo que respecta al color, número peso y medida; en mí está encerrado, salgo del cielo y de la tierra; soy conocido y no existo por completo ni en absoluto...”
Ya en nuestros días, no faltan aquellos que piensan que la serpiente, como símbolo, ha muerto. Que el pensamiento mágico ha desaparecido. Que las generaciones que crecieron en ciudades desarrollarán para sus necesidades, otros símbolos en otros mitos. Esto quizá sea cierto. No obstante, debemos reconocer que el mito de la muerte y resurrección de la naturaleza se sigue celebrando: la Pascua, la Natividad. Sobre esto Ernesto Sábato dice lo siguiente: “El hombre medio se jacta de cierto género de astucia que consiste en descreer de lo fantástico. Sin embargo, hablando en términos generales se puede afirmar que vivimos en un mundo enteramente fantástico.” 
Bueno, utilizando terminología bíblica, diré que he sido conminado a no extenderme. Deben temer que vuelva a escribir otro libro.
Se preguntarán por qué elegí la serpiente no siendo ésta un símbolo característico de la masonería. Justamente por eso, mi intención era la de no mencionar en mi libro nada relacionado con el simbolismo de la Orden. Pero meses después de haber terminado mi trabajo, fui honrado por mis Hermanos con el grado de Maestro Masón. (Por supuesto, semejante halago, nada tuvo que ver con el libro.) Luzco hoy con mucho orgullo el mandil distintivo de ese grado y la hebilla que lo ciñe a mi cintura, como las del resto de los maestros masones, es una serpiente plateada en forma de un número ocho. Dejo a ustedes interpretar su simbolismo.

Daniel Mario Echeverria